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ENDER EL XENOCIDA Orson Scott Card - los dependientes

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dado un paseo por el centro de la ciudad. Resultaba difícil creer que hacía tan poco tiempo<br />

(¿cuántos días? ¿semanas?) que la multitud se había congregado allí, ebria y enfurecida,<br />

alimentándose de ira asesina. Ahora todo estaba muy tranquilo. La hierba se había recuperado tras<br />

<strong>los</strong> pisotones, a excepción de una mancha de barro donde se negaba a crecer.<br />

Pero no reinaba la paz. Al contrario. Cuando la ciudad estaba tranquila, recién llegada Valentine, se<br />

advertía agitación y actividad en el corazón de la colonia, durante todo el día. Ahora había unas<br />

cuantas personas en las calles, sí, pero se movían sombrías, casi furtivas. Sus ojos miraban al suelo,<br />

como si todo el mundo temiera caer de plano si no vigilaban cada uno de sus pasos.<br />

Parte del clima reinante se debía probablemente a la vergüenza, pensó Valentine. Ahora había un<br />

agujero en todos <strong>los</strong> edificios de la ciudad, de donde habían arrancado bloques o ladril<strong>los</strong> para<br />

construir la capilla. Muchos de <strong>los</strong> agujeros eran visibles desde la pradera por donde caminaba<br />

Valentine.<br />

Sospechaba, no obstante, que el miedo, más que la vergüenza, había matado las vibraciones del<br />

lugar. Nadie lo decía abiertamente, pero ella captaba suficientes comentarios, suficientes miradas<br />

encubiertas hacia las colinas situadas al norte de la ciudad para darse cuenta. Lo que gravitaba sobre<br />

la colonia no era el miedo a la llegada de la flota. No era vergüenza por la matanza del bosque<br />

pequenino. Eran <strong>los</strong> insectores. Las sombras oscuras sólo se veían de vez en cuando en las colinas o<br />

entre las hierbas que rodeaban la población. Eran las pesadillas de <strong>los</strong> niños que <strong>los</strong> habían visto. El<br />

temor enfermizo en <strong>los</strong> corazones de <strong>los</strong> adultos. Los videolibros históricos cuyo argumento se<br />

desarrollaba en el período de la Guerra Insectora se prestaban continuamente en la biblioteca a<br />

medida que la gente se obsesionaba con la contemplación de <strong>los</strong> humanos venciendo a <strong>los</strong><br />

insectores. Y mientras contemplaban, alimentaban sus peores temores. La noción teórica de la<br />

cultura colmenar como algo hermoso y digno, como la había descrito Ender en su primer libro, la<br />

Reina Colmena, había desaparecido por completo para mucha gente de Lusitania, quizá para la<br />

mayoría, mientras continuaban con el castigo silencioso y el confinamiento forzado por las obreras<br />

de la reina colmena.<br />

"¿Todo nuestro trabajo ha sido en vano, después de todo? −se preguntó Valentine−. Yo, la<br />

historiadora, el filósofo Demóstenes, intentando enseñar a la gente que no debe temer a <strong>los</strong><br />

alienígenas, sino que pueden ver<strong>los</strong> como raman. Y Ender, con sus libros empáticos, la Reina<br />

Colmena, el Hegemón, la Vida de Humano..., ¿qué fuerza tienen realmente en el mundo,<br />

comparados con el terror instintivo ante la visión de esos enormes y peligrosos insectos? La<br />

civilización es sólo una pretensión: en las crisis, nos volvemos a convertir en simios, olvidamos la<br />

tendencia racional de nuestros ideales y nos convertimos en el primate velludo a la entrada de la<br />

cueva, gritando ante el enemigo, deseando que se marche, acariciando la pesada piedra que<br />

utilizaremos en el momento en que se acerque demasiado."<br />

Ahora estaba en un lugar limpio y seguro, no tan inquietante, aunque servía como prisión así como<br />

de centro del gobierno municipal. Un lugar donde <strong>los</strong> insectores eran considerados aliados, o al<br />

menos una indispensable fuerza pacificadora que mantenía a <strong>los</strong> antagonistas separados para su<br />

mutua protección. "Hay personas −se recordó Valentine−, que son capaces de trascender sus<br />

orígenes animales."<br />

Cuando abrió la puerta de la celda, Olhado y Grego estaban tendidos en sus jergones, y el suelo y la<br />

mesa estaban cubiertos de papeles, algunos arrugados, otros lisos. Los papeles incluso cubrían el<br />

terminal del ordenador, de forma que si lo hubieran conectado, la pantalla no podría funcionar.<br />

Parecía la habitación típica de un adolescente, completa con las piernas de Grego estiradas contra la

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