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ENDER EL XENOCIDA Orson Scott Card - los dependientes

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por haber hablado de forma tan sacrílega? Pero él no la hirió, ¿cómo había podido imaginar que lo<br />

haría? En cambio, la espada cayó sobre su ordenador. Las partes metálicas se retorcieron, el plástico<br />

se quebró y voló. La máquina quedó destruida.<br />

Su padre no alzó la voz. Con un débil susurro, dijo:<br />

−Primero <strong>los</strong> dioses. Segundo <strong>los</strong> antepasados. Tercero el pueblo. Cuarto <strong>los</strong> gobernantes. Lo<br />

último, el yo.<br />

Era la expresión más clara del Sendero. Era la razón por la que este mundo fue habitado en primer<br />

lugar. Ella lo había olvidado: si estaba demasiado ocupada para ejecutar la labor virtuosa, no estaba<br />

en el Sendero.<br />

Nunca volvería a olvidarlo. Con el tiempo, aprendió a amar al sol que le golpeaba la espalda, al<br />

agua fría y pegajosa alrededor de sus piernas y manos, <strong>los</strong> tal<strong>los</strong> de las plantas como dedos que se<br />

alzaban desde el lodo para entrelazarse con sus propios dedos. Cubierta por el barro de <strong>los</strong><br />

arrozales, nunca se sentía falta de limpieza, porque sabía que estaba sucia en servicio a <strong>los</strong> dioses.<br />

Finalmente, a la edad de dieciséis años, su educación terminó. Sólo tenía que demostrarse capaz de<br />

ejecutar la tarea de una mujer adulta: una tarea que fuera lo suficientemente difícil e importante<br />

para poder ser confiada sólo a una agraciada.<br />

Visitó al gran Han Fei−tzu en su habitación. Como la suya, era un gran espacio abierto; como la<br />

suya, las instalaciones para dormir eran simples: una esterilla en el suelo; como la suya, la<br />

habitación estaba dominada por una mesa con un terminal de ordenador. Ella nunca había entrado<br />

en la habitación de su padre sin ver algo flotando en la pantalla situada sobre el terminal:<br />

diagramas, mode<strong>los</strong> tridimensionales, simulaciones en tiempo real, palabras. Casi siempre palabras.<br />

Letras o ideogramas flotaban en el aire sobre páginas simuladas, moviéndose adelante y atrás, de<br />

lado a lado, según su padre necesitara compararlas.<br />

En la habitación de Qing−jao, todo el resto del espacio estaba vacío. Ya que su padre no seguía<br />

vetas en la madera, no había necesidad para tanta austeridad. Incluso así, sus gustos eran simples.<br />

Una rara alfombra con mucha decoración. Una mesita baja, con una escultura en ella. Paredes<br />

desnudas a excepción de una pintura. Y como la habitación era tan grande, cada una de estas cosas<br />

parecía casi perdida, como la débil voz de alguien que gritara desde muy lejos.<br />

El mensaje de esta habitación a las visitas era claro: Han Fei−tzu escogió la simpleza. Una sola cosa<br />

de cada bastaba para un alma pura.<br />

Sin embargo, el mensaje para Qing−jao fue bastante diferente, pues sabía lo que nadie fuera de la<br />

casa advertía: la alfombra, la mesa, la escultura y la pintura cambiaban cada día. Y nunca en su vida<br />

había reconocido ninguna de ellas. Así que la lección que aprendió fue ésta: un alma pura nunca<br />

debe acostumbrarse a una<br />

sola cosa. Un alma pura debe exponerse a cosas nuevas cada día.<br />

Como ésta era una ocasión formal, no se acercó y se plantó tras él mientras trabajaba, estudiando lo<br />

que aparecía en su pantalla, intentando adivinar qué estaba haciendo. Esta vez se dirigió al centro de<br />

la habitación y se arrodilló en la alfombra, que hoy era del color de un huevo de petirrojo, con una<br />

pequeña mancha en una esquina. Mantuvo la mirada baja, sin estudiar siquiera la mancha, hasta que<br />

su padre se levantó de la silla y se acercó a ella.

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