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ENDER EL XENOCIDA Orson Scott Card - los dependientes

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La muchedumbre se había congregado allí, muchos de el<strong>los</strong> con antorchas, pero por algún motivo<br />

todavía estaban a cierta distancia de <strong>los</strong> dos árboles que allí había: Humano y Raíz. Grego se abrió<br />

paso entre la turba, todavía sujetando a Nimbo. El corazón le redoblaba en el pecho, y estaba lleno<br />

de miedo y angustia y<br />

a la vez de una chispa de esperanza, pues sabía por qué se habían detenido <strong>los</strong> hombres de las<br />

antorchas. Cuando llegó al final de la multitud, vio que tenía razón.<br />

Alrededor de <strong>los</strong> dos últimos padres−árbol había congregados unos doscientos hermanos y esposas<br />

cerdis, pequeños y sitiados, pero con un aire de desafío en su porte. Lucharían hasta la muerte en<br />

este lugar, antes de dejar que estos dos últimos árboles fueran quemados. Pero ése sería su destino si<br />

la muchedumbre lo decidía, pues no había ninguna esperanza de que <strong>los</strong> pequeninos se<br />

interpusieran en el camino de hombres decididos a matar.<br />

Pero entre <strong>los</strong> cerdis y <strong>los</strong> hombres se encontraba Miro, que parecía un gigante comparado con <strong>los</strong><br />

pequeninos. No llevaba ninguna arma, sin embargo extendió <strong>los</strong> brazos como para proteger a <strong>los</strong><br />

pequeninos, o tal vez para contener<strong>los</strong>. Con su habla pastosa y difícil, desafiaba a la muchedumbre.<br />

−¡Matadme a mí primero! −decía−. ¡Os gusta matar! ¡Matadme primero! ¡Igual que el<strong>los</strong> mataron a<br />

Quim! ¡Matadme primero!<br />

−¡Tú no! −respondió uno de <strong>los</strong> hombres que sujetaban una antorcha−. Pero esos árboles van a<br />

morir. Y todos esos cerdis también, si no tienen seso para salir corriendo.<br />

−A mí primero. ¡Éstos son mis hermanos! ¡Matadme a mí primero!<br />

Habló con fuerza, despacio, para que su lengua pastosa pudiera ser comprendida. La muchedumbre<br />

todavía estaba enfurecida, algunos de sus miembros al menos. Sin embargo, había muchos que ya<br />

estaban hartos de todo, muchos de el<strong>los</strong> avergonzados, descubriendo ya en sus corazones <strong>los</strong><br />

terribles actos que habían ejecutado aquella noche, cuando entregaron sus almas a la voluntad de la<br />

turba. Grego todavía sentía su conexión con <strong>los</strong> otros y supo que podían seguir cualquier camino:<br />

<strong>los</strong> que todavía ardían de ira podrían iniciar un último incendio esta noche; o tal vez prevalecieran<br />

<strong>los</strong> que se habían enfriado, cuyo único calor interno<br />

era un destello de vergüenza.<br />

Grego tenía una última oportunidad de redimirse, al menos en parte. Y por eso avanzó, todavía<br />

sujetando a Nimbo.<br />

−A mí también −dijo−. ¡Matadme a mí también, antes de levantar una mano contra estos hermanos<br />

y estos árboles!<br />

−¡Quitaos de enmedio, Grego, tú y el lisiado!<br />

−¿Cómo podréis ser diferentes de Guerrero, si matáis a estos pequeños?<br />

Ahora Grego se colocó junto a Miro.<br />

−¡Quitaos de enmedio! Vamos a quemar <strong>los</strong> últimos y acabaremos. −Pero la voz tenía menos<br />

seguridad.<br />

−Hay un incendio detrás de vosotros −dijo Grego−, y demasiadas personas han muerto ya, humanos<br />

y pequeninos por igual. −Su voz era ronca, y le costaba trabajo respirar por todo el humo que había

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