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el-cuaderno-dorado_dorislessing

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uscamente desde los hombros hasta las caderas. Adoptaba una pose taurina, y<br />

todos sus movimientos expresaban la tenacidad y la brusquedad características de<br />

quien está controlado y reprimidamente irritado porque no puede ejercer su<br />

autoridad y lo lamenta. Ello se debía a que la vida con su familia resultaba difícil. En<br />

su casa era, y tuvo que serlo durante muchos años, paciente, sacrificado y<br />

disciplinado. Por temperamento, yo diría que no poseía ninguna de estas<br />

cualidades. Tal vez radicase ahí su necesidad de rebajarse, su falta de fe en sí<br />

mismo. Era un hombre que hubiera podido ser mucho más grande que <strong>el</strong> espacio<br />

que la vida le había otorgado. Él lo sabía, creo yo, y quizá debido a que se sentía<br />

secretamente culpable de su frustración en <strong>el</strong> ámbito familiar, aqu<strong>el</strong>la<br />

autodenigración era un modo de castigarse. No lo sé... Tal vez se castigaba a causa<br />

de su constante infid<strong>el</strong>idad a su esposa. Una tiene que ser mucho mayor de lo que<br />

yo era entonces para comprender la r<strong>el</strong>ación entre George y su esposa. Él sentía<br />

una gran compasión y lealtad hacia <strong>el</strong>la: la compasión de una víctima por otra.<br />

De cuantas personas he conocido, George era de las que con más facilidad<br />

se hacía querer. Tenía ese carácter espontáneo que resulta irresistiblemente<br />

cómico. Yo le he visto hacer reír a una habitación llena de gente, desde la hora d<strong>el</strong><br />

cierre d<strong>el</strong> bar hasta la madrugada, sin parar. Nos obligaba a revolearnos por las<br />

camas y <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o, sin podernos mover de risa. Sin embargo, al otro día, cuando<br />

recordábamos los chistes, no parecía que tuvieran nada particularmente divertido.<br />

Si la noche antes nos habíamos muerto de risa, <strong>el</strong>lo se había debido en parte a su<br />

cara, que era hermosa, pero de una b<strong>el</strong>leza académica, insulsa de tan regular, de<br />

modo que uno esperaba que hablara según las formas convencionales; pero me<br />

parece que se debía, sobre todo, a que tenía <strong>el</strong> labio superior muy largo y estrecho,<br />

lo que le daba una expresión acartonada y casi estúpida a la cara. Entonces<br />

empezaba a soltar un chorro de observaciones tristes, irresistibles, con las que se<br />

rebajaba a sí mismo, y observaba cómo nos retorcíamos de risa; pero nos<br />

observaba con auténtico asombro, como si estuviera pensando:<br />

—Bueno, pues si soy capaz de hacer reír a gente como ésta, tan int<strong>el</strong>igente,<br />

no debo de ser tan inútil como creía.<br />

Tenía unos cuarenta años. Es decir, doce más que <strong>el</strong> mayor de nosotros,<br />

Willi. Nunca hubiéramos pensado en <strong>el</strong>lo, pero él no podía olvidarlo. Era un hombre<br />

incapaz de no sentir <strong>el</strong> paso de los años como si fueran perlas que, una tras otra,<br />

se le escurrieran por entre los dedos para caer al mar. Ello se debía a su pasión por<br />

las mujeres. Su otra obsesión era la política. Una de las cosas que más le marcaron<br />

era que provenía de una familia arraigada en plena tradición d<strong>el</strong> viejo socialismo<br />

británico, <strong>el</strong> socialismo decimonónico, racionalista, práctico y, sobre todo,<br />

r<strong>el</strong>igiosamente antirr<strong>el</strong>igioso. Una educación nada adecuada, en definitiva, para<br />

llevarse bien con la gente de la Colonia. Era un hombre aislado y solitario, que vivía<br />

en una ciudad pequeña, atrasada y apartada de todo. Nosotros, aqu<strong>el</strong> grupo de<br />

gente mucho más joven que él, fuimos los primeros amigos que tuvo desde hacía<br />

años. Todos nosotros le queríamos. No obstante, estoy segura de que nunca se le<br />

ocurrió creerlo o, al menos, de que se prohibía creerlo. Era demasiado humilde,<br />

particularmente con r<strong>el</strong>ación a Willi. Recuerdo que una vez, exasperada por la<br />

manera en que mostraba su total reverencia hacia Willi, mientras éste pontificaba<br />

sobre alguna cuestión, yo le dije:<br />

—Por Dios, George, eres una persona tan estupenda que no puedo soportar<br />

verte lamer las botas de un hombre como Willi.<br />

—Es que si tuviera la int<strong>el</strong>igencia de Willi —replicó, sin ocurrírs<strong>el</strong>e preguntar<br />

cómo podía yo decir una cosa así acerca d<strong>el</strong> hombre con quien, al fin y al cabo,<br />

vivía, lo cual era típico de él—, si yo tuviera su int<strong>el</strong>igencia sería <strong>el</strong> hombre más<br />

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