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el-cuaderno-dorado_dorislessing

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cárc<strong>el</strong> comunista, y la cárc<strong>el</strong> estaba indudablemente en Moscú, pero esta vez la<br />

tortura era int<strong>el</strong>ectual; esta vez la resistencia era una lucha dentro de los términos<br />

de la dialéctica marxista. El punto final de la escena fue cuando <strong>el</strong> prisionero<br />

comunista admitió, aunque después de días de discusión, que defendía la<br />

conciencia individual; fue <strong>el</strong> instante en que un ser humano dice:<br />

—No, esto no lo puedo hacer.<br />

En aqu<strong>el</strong> punto <strong>el</strong> carc<strong>el</strong>ero sonrió simplemente, pues no necesitaba decir:<br />

«Entonces, te reconoces culpable». Luego vi a un soldado cubano, al soldado de<br />

Arg<strong>el</strong>ia, con <strong>el</strong> fusil en la mano. Más ad<strong>el</strong>ante fue <strong>el</strong> recluta británico, forzado a<br />

hacer la guerra en Egipto, muerto por una futesa. Luego a un estudiante de<br />

Budapest, lanzando una bomba de fabricación casera a un gran tanque negro ruso.<br />

Después a un campesino de una parte desconocida de China, marchando en una<br />

procesión de un millón de personas.<br />

Estas imágenes pasaron rápidamente frente a mis ojos. Pensé que cinco<br />

años antes las imágenes hubieran sido distintas, y que en cinco años serían<br />

distintas de nuevo, pero que ahora era lo que unía a un determinado tipo de<br />

personas, que se desconocían como individuos.<br />

Cuando las imágenes cesaron de producirse, volví a tomar nota y a darles<br />

un nombre. Se me ocurrió que <strong>el</strong> señor Mathlong no se había presentado. Pensé<br />

que unas horas antes había sido <strong>el</strong> loco señor Themba, y que <strong>el</strong>lo había ocurrido sin<br />

ningún esfuerzo consciente por mi parte. Me dije que deseaba ser <strong>el</strong> señor<br />

Mathlong, que me forzaría a ser su persona. Preparé la escena de todos los modos<br />

imaginables. Traté de imaginarme siendo un negro en territorio ocupado por los<br />

blancos, humillado en su dignidad de ser humano. Traté de imaginárm<strong>el</strong>o en la<br />

escu<strong>el</strong>a de la misión, y luego como estudiante en Inglaterra. Traté de crearlo y<br />

fracasé totalmente. Traté de hacerle aparecer en mi habitación, como una figura<br />

cortés e irónica, pero fracasé. Me dije que había fracasado porque esta figura, a<br />

diferencia de todas las otras, tenía una cualidad de desprendimiento. Era <strong>el</strong> hombre<br />

que representaba actos, pues hacía pap<strong>el</strong>es que él creía necesarios para <strong>el</strong> bien de<br />

los demás, incluso cuando mantenía una duda irónica sobre <strong>el</strong> resultado de sus<br />

acciones. Me pareció que aqu<strong>el</strong> tipo de objetividad era algo que todos<br />

necesitábamos mucho en la época actual, pero que muy pocos poseían, y que yo<br />

estaba ciertamente muy lejos de alcanzar.<br />

Me dormí. Cuando desperté, era ya de mañana, pues pude ver que <strong>el</strong> techo<br />

de la habitación estaba pálido e inactivo, turbado por las luces de la calle, y que <strong>el</strong><br />

ci<strong>el</strong>o era de un púrpura brillante, húmedo y con una luna invernal. Mi cuerpo<br />

protestó contra su soledad, pues Saúl no estaba. No volví a dormirme. Me había<br />

disu<strong>el</strong>to en <strong>el</strong> odio de la mujer traicionada. Estuve con los dientes apretados,<br />

negándome a pensar, sabiendo que todo lo que pensara surgiría de la solemnidad<br />

de aqu<strong>el</strong> miserable sentimiento. Luego oí que Saúl entraba. Lo hizo sigilosamente y<br />

furtivamente, yéndose directamente arriba. Esta vez no subí. Sabía que aqu<strong>el</strong>lo<br />

significaría que por la mañana estaría resentido contra mí, que su mala conciencia,<br />

su necesidad de traicionarme, necesitaba que yo le tranquilizara, acudiendo junto a<br />

él.<br />

Cuando bajó era ya tarde, casi la hora de almorzar, y yo sabía que aquél era<br />

<strong>el</strong> hombre que me odiaba. Dijo muy fríamente:<br />

—¿Por qué dejas que duerma hasta tan tarde<br />

—¿Por qué debo ser yo quien te diga a qué hora debes levantarte<br />

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