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el-cuaderno-dorado_dorislessing

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fracasó. Lo intentó de nuevo—: Es mi casa, mi casa, mi casa.» Esta vez intentaba<br />

revestirse de arraigados sentimientos de propiedad. Esto también fracasó. Se<br />

quedó pensando: «Al fin y al cabo, ¿por qué tengo una casa Porque escribí un libro<br />

d<strong>el</strong> que me avergüenzo y que me ha producido mucho dinero. Suerte, suerte, eso<br />

es todo. Y odio todo esto: mi casa, mis posesiones, mis derechos. Y, no obstante,<br />

cuando llega un punto en que me siento incómoda, caigo en <strong>el</strong>lo como cualquier<br />

otra persona. Lo mío. La propiedad, las posesiones... Voy a proteger a Janet debido<br />

a mis posesiones. ¿De qué sirve protegerla a <strong>el</strong>la Va a crecer en Inglaterra, un<br />

país lleno de hombres que son como niños pequeños, como homosexuales, como<br />

semihomosexuales...». Sin embargo, este pensamiento un tanto manido se<br />

desvaneció arrastrado por una fuerte ola de emoción auténtica: « ¡Qué caramba!<br />

Quedan unos pocos hombres auténticos y haré lo posible para que tenga uno de<br />

<strong>el</strong>los a su lado. Voy a cuidar de que crezca de modo que sepa reconocer a un<br />

hombre auténtico cuando se lo encuentre. Ronnie va a tener que marcharse».<br />

Con lo cual se fue al cuarto de baño, y se dispuso a acostarse. Las luces<br />

estaban encendidas. Se detuvo junto a la puerta y vio a Ronnie contemplándose<br />

ansiosamente en <strong>el</strong> espejo situado encima <strong>el</strong> estante donde <strong>el</strong>la tenía sus<br />

cosméticos. Se estaba poniendo loción en las mejillas, con <strong>el</strong> algodón de <strong>el</strong>la, y<br />

tratando de borrar las arrugas de la frente.<br />

—¿Te gusta más mi loción que la tuya<br />

Se volvió, sin mostrar sorpresa. Anna notó que lo había hecho adrede para<br />

que <strong>el</strong>la le encontrara allí.<br />

—Querida mía —dijo él graciosamente y con coquetería—, estaba probando<br />

tu loción. ¿A ti te va bien<br />

—No mucho—dijo Anna.<br />

Se apoyó contra la puerta, observando, aguardando a que le explicara lo<br />

que ocurría.<br />

Ronnie llevaba un costoso batín de seda, de un color purpúreo, suave y<br />

borroso, y un pañu<strong>el</strong>o rojo alrededor d<strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo. Sus zapatillas eran de cuero rojo,<br />

caro, en forma de babuchas, con una tira dorada. Daba la impresión de que estaba<br />

en un harén, no en aqu<strong>el</strong> piso perdido en <strong>el</strong> Londres estudiantil. Ladeó la cabeza,<br />

dándose toquecitos a las ondas de p<strong>el</strong>o negro, ligeramente gris, con una mano bien<br />

cuidada.<br />

—He probado de utilizar un tinte —observó—, pero se ve <strong>el</strong> gris.<br />

—Hace distinguido, de todos modos —comentó Anna.<br />

Acababa de comprender que, aterrorizado ante la perspectiva de verse en la<br />

calle, ap<strong>el</strong>aba a <strong>el</strong>la como lo haría una chica con otra. Trató de convencerse de que<br />

la divertía. Lo cierto era que sentía repugnancia, y que se avergonzaba de <strong>el</strong>lo.<br />

—Pero, mi querida Anna —susurró él, seductoramente—, tener un aspecto<br />

distinguido está muy bien si uno se codea, si me permites decirlo así, con los que<br />

conceden los empleos.<br />

—Ronnie —dijo Anna, sucumbiendo a pesar de su repugnancia, e<br />

interpretando <strong>el</strong> pap<strong>el</strong> que se esperaba de <strong>el</strong>la—, si estás encantador, a pesar de<br />

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