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el-cuaderno-dorado_dorislessing

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una fuerza exterior que entraba y salía en algunos momentos escogidos. Esto es lo<br />

que pensé, mintiéndome; porque necesitaba aqu<strong>el</strong> momento de pura f<strong>el</strong>icidad: yo,<br />

Anna, desnuda sobre la cama, con los pechos apretujados entre mis brazos<br />

desnudos, entre <strong>el</strong> olor d<strong>el</strong> sexo y d<strong>el</strong> sudor. Me parecía que <strong>el</strong> calor y la fuerza de<br />

la f<strong>el</strong>icidad de mi cuerpo era suficiente para disipar todo <strong>el</strong> miedo d<strong>el</strong> mundo. Volví<br />

a oír los pasos por arriba. Se movían, sin parar, de sitio en sitio, por encima de mi<br />

cabeza, como ejércitos trasladándose. Se me apretó <strong>el</strong> estómago. Vi cómo se me<br />

escapaba la f<strong>el</strong>icidad. Inmediatamente me encontré en otro estado, en uno que era<br />

extraño para mí. Me di cuenta de que <strong>el</strong> cuerpo me repugnaba. Nunca me había<br />

sucedido. Y llegué a decirme: «Cuidado, porque esto es nuevo». Es algo que he<br />

visto en alguna parte. Y recordé que N<strong>el</strong>son me había dicho que a veces miraba <strong>el</strong><br />

cuerpo de su mujer y odiaba su feminidad; odiaba <strong>el</strong> v<strong>el</strong>lo de los sobacos y de la<br />

ingle. A veces, me decía, veía a su mujer como una araña, toda brazos y piernas,<br />

como garfios, rodeando una boca voraz. Me senté en la cama y contemplé mis<br />

piernas d<strong>el</strong>gadas y blancas, y mis brazos d<strong>el</strong>gados y blancos, y mis pechos... Mi<br />

centro, húmedo y pegajoso, me pareció repugnante. Al mirar nuevamente mis<br />

pechos, sólo podía pensar en <strong>el</strong> aspecto que tenían cuando estaban llenos de leche,<br />

y en lugar de recordarlo como una cosa agradable, me pareció asqueroso. Esta<br />

sensación de extrañeza ante mi propio cuerpo hizo que la cabeza me flotara, hasta<br />

que me anclé, necesitando agarrarme a algo, a la idea de que lo que<br />

experimentaba no provenía en absoluto de mi mente. Estaba experimentando,<br />

imaginariamente, por primera vez, los sentimientos de un homosexual. Por primera<br />

vez las descripciones literarias de la repugnancia de los homosexuales cobraron un<br />

sentido para mí. Caí en la cuenta de la gran cantidad de sentimientos<br />

homosexuales que flotan en <strong>el</strong> aire por todas partes y en gente que nunca se<br />

asociaría con la idea.<br />

El sonido de los pasos de arriba había cesado. Yo no podía moverme. Me<br />

encontraba entre las garras de aqu<strong>el</strong>la repugnancia. Luego supe que Saúl iba a<br />

bajar para decirme algo que sería un eco de lo que yo estaba pensando; estaba tan<br />

segura de <strong>el</strong>lo que me limité a esperar, entre las miasmas d<strong>el</strong> asco hacia mí misma,<br />

aguardando a oír cómo sonaría <strong>el</strong> asco cuando fuera expresado en voz alta por la<br />

voz de él, que era mi voz. Bajó, se quedó junto a la puerta y preguntó:<br />

—Por Dios, Anna, ¿qué haces desnuda<br />

Y yo dije, desprendida y clínicamente:<br />

—Saul, ¿te das cuenta de que hemos llegado a un punto en que nuestros<br />

humores se influyen mutuamente, incluso cuando estamos en habitaciones<br />

distintas<br />

El cuarto estaba demasiado oscuro para verle la cara, pero la forma de su<br />

cuerpo, alerta junto a la puerta, expresaba la necesidad de huir, de escapar de<br />

aqu<strong>el</strong>la Anna desnuda y repugnante, sentada en la cama. Dijo con la voz<br />

escandalizada de un muchacho:<br />

—Échate algo encima.<br />

—¿Has oído lo que he dicho<br />

No lo había oído, pues insistió:<br />

—Anna, ya te lo he dicho, no te quedes ahí de esa forma.<br />

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