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el-cuaderno-dorado_dorislessing

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que-no-queda-té-etc-etc. Junto con esta tensión inútil, pero al parecer inevitable,<br />

empieza <strong>el</strong> rencor. ¿Rencor contra qué Contra una injusticia: ¡tener que perder<br />

tanto tiempo cuidando de detalles! El resentimiento se cierne sobre Micha<strong>el</strong>,<br />

aunque mi razón sabe que no tiene nada que ver con Micha<strong>el</strong>. Y, no obstante, le<br />

tengo cierta rabia porque todo <strong>el</strong> día se verá asistido por secretarias y enfermeras;<br />

es decir, por mujeres que con sus distintos tipos de capacidad le aligerarán <strong>el</strong> peso.<br />

Intento r<strong>el</strong>ajarme, desconectar la corriente. Pero empiezo a sentir malestar en mis<br />

extremidades y debo cambiar de postura. Se produce otro movimiento al otro lado<br />

de la pared. Janet está despertando. Simultáneamente, Micha<strong>el</strong> se remueve y<br />

siento cómo se va haciendo grande contra mis nalgas. El rencor adopta la forma<br />

siguiente: «Claro, escoge este momento en que yo estoy tensa oyendo despertarse<br />

a Janet». Pero la ira no va dirigida contra él. Hace tiempo, durante las sesiones con<br />

Madre Azúcar, aprendí que <strong>el</strong> resentimiento y la ira son impersonales. Es <strong>el</strong> mal de<br />

las mujeres de nuestro tiempo. Lo veo cada día en las caras de las mujeres, en sus<br />

voces o en las cartas que ¡legan al despacho. La emoción de la mujer, <strong>el</strong> rencor<br />

contra la injusticia, es un veneno impersonal. Las desgraciadas que no saben que<br />

es impersonal se revu<strong>el</strong>ven contra su hombre. Las afortunadas, como yo, luchan<br />

por dominarlo. Es una lucha agotadora. Micha<strong>el</strong> me penetra por detrás, medio<br />

dormido, con fuerza y apretándome. Me posee de un modo impersonal, y por eso<br />

yo no reacciono como cuando le hace <strong>el</strong> amor a Anna. Además, una parte de mi<br />

mente está pensando que si oigo los pasos d<strong>el</strong>icados de Janet afuera, tendré que<br />

levantarme y atravesar la habitación para impedir que entre. No entra nunca antes<br />

de las siete, es la regla, y no creo que vaya a entrar; pero no puedo evitar<br />

mantenerme alerta. Mientras Micha<strong>el</strong> se agarra a mí y me llena, en <strong>el</strong> cuarto vecino<br />

continúan los ruidos, y yo sé que él también los oye, y que parte de su excitación<br />

proviene de tomarme en momentos arriesgados, y que para él Janet, la niña de<br />

ocho años, representa en cierto modo a las mujeres, a las otras mujeres a quienes<br />

traiciona durmiendo conmigo. También significa la infancia, la infancia eterna<br />

contra la cual él afirma su derecho a vivir. Cuando habla de sus hijos lo hace<br />

siempre con una risita a medias cariñosa y agresiva: son sus herederos, sus<br />

asesinos. No va a permitir ahora, pues, que mi hija, a sólo unos metros de<br />

distancia, le prive de su libertad. Al terminar me dice:<br />

—Y ahora, Anna, supongo que me vas a dejar para irte con Janet.<br />

Y lo dice como un niño c<strong>el</strong>oso de su hermano o hermana pequeña. Yo río y<br />

le doy un beso, a pesar de que <strong>el</strong> rencor es tan fuerte, de súbito, que debo apretar<br />

los dientes para dominarlo. Lo domino, como siempre, pensando: «Si yo fuera<br />

hombre, haría lo mismo». El control y la disciplina de ser madre han resultado tan<br />

duros para mí, que es, imposible que me engañe y crea que, si hubiera sido<br />

hombre y no me hubieran forzado al autocontrol, me hubiera portado de manera<br />

distinta. Y, no obstante, durante los breves segundos que tardo en ponerme la bata<br />

para ir a ver a Janet, mi rencor se hace atosigante y furibundo. Antes de reunirme<br />

con Janet, me lavo a toda prisa la entrepierna para que no la turbe <strong>el</strong> olor d<strong>el</strong> sexo,<br />

a pesar de que todavía no sabe qué es. A mí me gusta este olor, y detesto tener<br />

que lavarme con prisas; por eso tener que hacerlo, acrecienta mi mal humor.<br />

(Recuerdo que pensé que, <strong>el</strong> hecho de observar de forma d<strong>el</strong>iberada todas mis<br />

reacciones, las exacerbaba; normalmente, no son tan intensas.) Pero cuando cierro<br />

tras de mí la puerta d<strong>el</strong> cuarto de Janet y la veo sacando la cabeza de la cama, con<br />

<strong>el</strong> p<strong>el</strong>o negro en desorden y la carita pálida (la mía) sonriente, mi rencor se<br />

desvanece tras la costumbre de la disciplina: casi en seguida se transforma en<br />

afecto. Son las seis y media, y <strong>el</strong> cuarto está muy frío. La ventana d<strong>el</strong> cuarto de<br />

Janet también chorrea de humedad gris. Enciendo la estufa de gas, mientras la niña<br />

se incorpora en la cama rodeada de manchas de color brillante que provienen de<br />

sus tebeos, vigilando que yo lo haga todo como de costumbre, y leyendo a la vez.<br />

Me encojo de cariño hasta conseguir <strong>el</strong> tamaño de Janet, y me convierto en Janet.<br />

El fuego, amarillo y enorme como un gran ojo; la ventana, enorme, por la que<br />

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