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el-cuaderno-dorado_dorislessing

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había trabajado en una taberna, que tenían una hija de dieciocho años, y que<br />

regentaban aqu<strong>el</strong> hot<strong>el</strong> desde once años antes.<br />

—Y con mucho tino, si me permite que se lo diga —oímos decir a Paul—. El<br />

almuerzo de esta mañana ha sido magnífico. Pero son las nueve—recordó Paul—;<br />

van a cerrar <strong>el</strong> comedor y mi anfitrión no nos ha invitado a cenar. Así que he<br />

fracasado. Nos vamos a morir de hambre. Perdonadme por <strong>el</strong> fracaso.<br />

—Voy a ver si lo arreglo —dijo Willi.<br />

Se dirigió a donde estaba <strong>el</strong> señor Boothby, pidió whisky, y al cabo de cinco<br />

minutos ya había conseguido que abrieran <strong>el</strong> comedor especialmente para nosotros.<br />

No sé cómo lo hizo. Para empezar, resultaba un tipo tan raro en aqu<strong>el</strong> bar lleno de<br />

granjeros con sus modestas esposas, que los ojos de todo <strong>el</strong> mundo se habían<br />

vu<strong>el</strong>to hacia él repetidas veces desde que entramos. Llevaba un <strong>el</strong>egante traje<br />

crema de shantung, su negro p<strong>el</strong>o r<strong>el</strong>ucía bajo todas aqu<strong>el</strong>las luces estridentes, y<br />

mostraba en su pálido rostro una expresión de urbanidad. Dijo, con su inglés tan<br />

supercorrecto, tan claramente alemán, que él y sus amigos habían acudido desde la<br />

ciudad para probar la comida de Mashopi, de la que tanto habían oído hablar, y que<br />

estaba seguro de que <strong>el</strong> señor Boothby no les iba a decepcionar. Habló con la<br />

misma v<strong>el</strong>ada cru<strong>el</strong>dad arrogante de Paul al contar la historia d<strong>el</strong> descenso en<br />

paracaídas. El señor Boothby se quedó silencioso, mirando fríamente a Willi, con las<br />

manos enormes y rojas inmóviles sobre <strong>el</strong> mostrador. Entonces Willi se sacó con<br />

calma la cartera d<strong>el</strong> pecho y mostró un billete de una libra. Yo supongo que hacía<br />

años que nadie se había atrevido a dar una propina al señor Boothby, quien, de<br />

momento, no replicó. Luego, giró la cabeza despacio, con un gesto d<strong>el</strong>iberado, y<br />

con los ojos salidos un poco más de las órbitas, aguzó la vista considerando las<br />

posibilidades monetarias de Paul, Ted y Jimmy, los tres con su respectivo bock en<br />

la mano. Entonces dijo:<br />

—Voy a ver qué opina mi mujer.<br />

Y salió d<strong>el</strong> bar, dejando <strong>el</strong> billete de Willi sobre <strong>el</strong> mostrador. La idea era que<br />

Willi lo recogiera, pero éste no lo tocó; se acercó a nosotros y anunció:<br />

—No hay dificultad.<br />

Paul ya había atraído la atención de la hija de un granjero. Era una<br />

muchacha de unos dieciséis años, bonita y regordeta, que lucía un vestido de<br />

volantes de mus<strong>el</strong>ina floreada. Paul estaba de pie frente a <strong>el</strong>la, sosteniendo su bock<br />

con la mano alzada y observando, con aqu<strong>el</strong>la voz suya, fluida y agradable:<br />

—Desde que he entrado quería decirle que no había visto un vestido como <strong>el</strong><br />

suyo desde hace tres años, en Ascot.<br />

La niña parecía hipnotizada. Se había ruborizado. Pero me parece que<br />

pronto se hubiera dado cuenta de la insolencia de Paul. Willi agarró por <strong>el</strong> brazo a<br />

Paul y le dijo:<br />

—Vamos. Deja esto para luego.<br />

Salimos a la terraza. Al otro lado de la carretera había eucaliptos, cuyas<br />

hojas brillaban a la luz de la luna. Un tren estaba parado en la vía, despidiendo<br />

vapor y agua en su resoplar. Ted dijo en voz baja y acalorada:<br />

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