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el-cuaderno-dorado_dorislessing

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probablemente, los cientos de hormigas destinadas a llenarle <strong>el</strong> estómago seguirán<br />

con vida. Y queda un escarabajo muerto, <strong>el</strong>iminado sin ninguna finalidad.<br />

Jimmy cruzó <strong>el</strong> r<strong>el</strong>uciente río de arena pisando con cuidado para no molestar<br />

a los insectos que continuaban aguardando en <strong>el</strong> fondo de sus trampas de arena, y<br />

colocándose la camisa por sobre la carne sudada y enrojecida de su espalda.<br />

Maryrose se levantó de aqu<strong>el</strong> modo tan característico en <strong>el</strong>la: paciente, sufrida,<br />

como si no tuviera voluntad propia. Todos nos detuvimos al llegar junto a la<br />

frontera de sombra, poco dispuestos a zambullirnos en <strong>el</strong> calor d<strong>el</strong> mediodía,<br />

candente, mareante y revu<strong>el</strong>to por las pocas mariposas que todavía osaban<br />

agitarse. Y, de pronto, mientras permanecíamos allí, <strong>el</strong> grupo de árboles bajo <strong>el</strong><br />

cual habíamos estado tumbados volvió a la vida, cantando. Las cicadas que<br />

habitaban aqu<strong>el</strong> arbolado rompieron la calma, una tras otra, con su cantar<br />

estridente. Mientras, al grupo de árboles hermanos habían llegado, sin que nosotros<br />

lo notáramos, dos pichones que comenzaron a proferir sus arrullos con total<br />

indiferencia. Paul los contempló, balanceando <strong>el</strong> fusil.<br />

—¡No! —suplicó Maryrose—. Por favor, no lo hagas.<br />

—¿Por qué no<br />

—Por favor, Paul.<br />

Los nueve pichones muertos y atados por las patas colgaban de la mano de<br />

Paul, goteando sangre.<br />

—Me pides que haga un sacrificio terrible, Maryrose —dijo Paul,<br />

gravemente—. Pero, por ti, me contendré.<br />

Ella le sonrió, no por gratitud, sino con la tranquila expresión de reposo que<br />

siempre tenía para él. Y Paul le devolvió la sonrisa, con su cara agradable, morena<br />

y de ojos azules, totalmente ofrecida a la inspección de <strong>el</strong>la. Ambos emprendieron<br />

la marcha, al frente y con las aves muertas arrastrando las alas por sobre las matas<br />

de hierba de color de jade.<br />

Nosotros tres les seguimos.<br />

—¡Qué pena —exclamó Jimmy— que Maryrose deteste tanto a Paul! Porque<br />

no hay duda de que son lo que se llama una pareja perfectamente avenida...<br />

Había intentado hablar en un tono irónico y ligero, y casi lo había<br />

conseguido. Casi, pero no d<strong>el</strong> todo; sus c<strong>el</strong>os de Paul le quebraban la voz.<br />

Nosotros miramos: en efecto, ambos formaban una pareja perfecta, ligeros<br />

y llenos de gracia, con <strong>el</strong> sol bruñéndoles <strong>el</strong> p<strong>el</strong>o brillante, que r<strong>el</strong>ucía sobre su pi<strong>el</strong><br />

morena. Y, no obstante, Maryrose caminaba sin mirar a Paul, en tanto él le dirigía<br />

vanas miradas azules, juguetonas y suplicantes.<br />

Hacía demasiado calor para hablar durante <strong>el</strong> regreso. Al llegar al pequeño<br />

kopje sobre cuyas rocas de granito daba <strong>el</strong> sol de lleno, nos golpeó <strong>el</strong> cuerpo una<br />

oleada de calor tan mareante, que lo pasamos apresuradamente. Todo estaba<br />

solitario y silencioso; se oía tan sólo <strong>el</strong> canto de las cicadas y <strong>el</strong> arrullo de algún<br />

pichón lejano. Una vez rebasado <strong>el</strong> kopje, aminoramos <strong>el</strong> paso y buscamos los<br />

saltamontes. Las parejas brillantes y enlazadas casi habían desaparecido; no<br />

quedaban más que unos pocos insectos semejantes a pinzas de tender la ropa en<br />

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