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el-cuaderno-dorado_dorislessing

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—El cabecilla africano, ¿recuerdas Viniste a preguntarme por él.<br />

—¡Ah, sí! Por un instante <strong>el</strong> nombre se me había escapado de la memoria.<br />

—He pensado en él esta mañana.<br />

—¿Ah, sí<br />

—Sí, pensé en él. —La voz de Anna seguía en calma e imparcial, como si se<br />

escuchara <strong>el</strong>la misma.<br />

Marion había empezado a poner una expresión de disgusto. Se estiraba un<br />

mechón su<strong>el</strong>to de p<strong>el</strong>o, enrollándos<strong>el</strong>o con <strong>el</strong> índice.<br />

—Cuando estuvo aquí, hace dos años, se encontraba muy deprimido. Había<br />

perdido semanas tratando de ver al secretario de Colonias, sin que éste le hiciera<br />

caso. Tenía la idea bastante clara de que muy pronto iba a volver a la cárc<strong>el</strong>... Es<br />

un hombre muy int<strong>el</strong>igente, Marion.<br />

—Sí, estoy segura de <strong>el</strong>lo.<br />

La sonrisa que Marion dirigió a Anna fue rápida e involuntaria, como si<br />

dijera: «Sí, qué lista eres, ya sé a lo que vas».<br />

—Un domingo me llamó y dijo que estaba cansado, que necesitaba reposo.<br />

Así que le llevé en barco por <strong>el</strong> río hasta Greenwich. A la vu<strong>el</strong>ta estuvo muy callado.<br />

Iba sentado, sonriendo. Miraba las orillas. ¿Sabes, Marion Es impresionante ver la<br />

masa sólida de Londres, al regreso de Greenwich. El edificio d<strong>el</strong> Consejo municipal,<br />

las enormes moles comerciales, los mu<strong>el</strong>les, los barcos, las dársenas... Y luego<br />

Westminster... —Anna hablaba reposadamente, interesada todavía por ver qué iba<br />

a añadir—. Todo está ahí desde hace siglos. Le pregunté qué pensaba. Dijo: «No<br />

me dejo descorazonar por los colonos blancos. No perdí las esperanzas cuando<br />

estuve en la cárc<strong>el</strong>, la última vez. La historia está de parte de nuestra gente... Pero<br />

esta tarde siento encima <strong>el</strong> peso d<strong>el</strong> Imperio británico, como si fuera una lápida<br />

sepulcral. —Y añadió—: ¿Te das cuenta de cuántas generaciones se necesitan para<br />

lograr una sociedad en la que los autobuses sean puntuales, y las cartas<br />

comerciales se contesten como es debido, y uno pueda confiar en que los ministros<br />

d<strong>el</strong> gobierno no se dejan sobornar...». Pasábamos ante Westminster, y recuerdo<br />

que yo pensaba que muy pocos políticos de allí tendrían la mitad de sus cualidades,<br />

pues él era como un santo...<br />

La voz de Anna se quebró. «Ya sé lo que ocurre. Estoy histérica. Me he<br />

pasado a la histeria de Marion y Tommy. No tengo ningún control sobre lo que<br />

estoy haciendo... Uso palabras como santo, que nunca pronuncio cuando soy yo.<br />

No sé lo que significa...» Su voz continuaba más alta, bastante chillona:<br />

—Sí, es un santo. Un santo ascético, no neurótico. Le dije que me parecía<br />

muy triste convertir la independencia de África en una cuestión de autobuses<br />

puntuales y cartas de negocios bien escritas. Y él me contestó que quizás era triste,<br />

pero que a su país se le juzgaría por esas cosas.<br />

Anna había empezado a llorar. Permaneció llorando, observándose llorar.<br />

Marion la miraba, inclinada ad<strong>el</strong>ante, con los ojos brillantes, curiosa y totalmente<br />

incrédula. Anna se controló las lágrimas y prosiguió:<br />

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