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16 a 20 - Weblog de Francesc Martínez Mateo

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pronunciado con serenidad asombrosa, salvó a Salustiano <strong>de</strong> este nuevo peligro. Avanzó<br />

[238] tranquilamente, y en la esquina <strong>de</strong> la calle <strong>de</strong> Luzón se le unió un amigo que le<br />

aguardaba. Por las calles menos concurridas se apartaron a buen paso <strong>de</strong> la cárcel,<br />

dirigiéndose a la vivienda <strong>de</strong>stinada a servir <strong>de</strong> refugio al fugitivo, la cual era una<br />

sombrerería <strong>de</strong> la Puerta <strong>de</strong>l Sol. Llegaron al centro <strong>de</strong> Madrid, y vieron que en el<br />

Principal se agolpaba la gente. Ya se tenía allí noticia <strong>de</strong> la escapatoria. Olózaga tuvo<br />

que dar un ro<strong>de</strong>o <strong>de</strong> un cuarto <strong>de</strong> legua para dirigirse a la sombrerería, entrando en la<br />

Puerta <strong>de</strong>l Sol por la carrera <strong>de</strong> San Jerónimo, y al fin se vio seguro en el asilo que se le<br />

había preparado. Baráibar se llamaba el sombrerero, patriota generoso, que guardó el<br />

secreto con fi<strong>de</strong>lidad admirable y supo arrancar al absolutismo una <strong>de</strong> sus víctimas.<br />

Escondido en el sótano <strong>de</strong> la tienda estuvo Salustiano muchos días, mientras se<br />

preparaba el no menos difícil ardid <strong>de</strong> ausentarle <strong>de</strong> España. Había trocado una prisión<br />

por otra; pero en esta última la esperanza, la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> libertad y <strong>de</strong> triunfo le<br />

acompañaban en las solitarias horas. Por las noches, contra la opinión <strong>de</strong> su amigo<br />

Baráibar, que temblaba con las temerida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Olózaga, este se disfrazaba hábilmente y<br />

se salía <strong>de</strong>l sótano <strong>de</strong> la casa, no precisamente para pasearse por Madrid, sino para<br />

correr a misteriosas citas, en que no tenía [239] participación la política. Como estas<br />

atrevidas expediciones nocturnas son <strong>de</strong> un carácter reservado, <strong>de</strong>be interponerse entre<br />

ellas y la luz <strong>de</strong> la historia la pantalla <strong>de</strong> la discreción; y así, doblando esta página, sólo<br />

escribiremos en ella: «Oscuridad, oscuridad».<br />

- XXIV -<br />

«¡Barástolis, mayoral, que ya estamos en casa; pare usted, pare usted!». Esto <strong>de</strong>cía<br />

D. Benigno, y al punto el <strong>de</strong>sclavijado vehículo se <strong>de</strong>tuvo en lo más fragoso <strong>de</strong> un<br />

caminejo lleno <strong>de</strong> guijarros y junto a una tapia carcomida. Bajaron todos molidos y<br />

aporreados, y D. Benigno en<strong>de</strong>rezó la caminata hacia la casa, que distaba como dos tiros<br />

<strong>de</strong> fusil <strong>de</strong>l lugar don<strong>de</strong> había parado el coche. Cada uno <strong>de</strong> los chicos iba abrazado con<br />

su hucha, y entre todos conducían mal que bien los cinco perros <strong>de</strong> Crucita. Esta no<br />

había querido confiar a nadie sus dos gatos, y por el camino no había cesado <strong>de</strong> echar<br />

maldiciones contra el mayoral, el camino y el coche, que era una verda<strong>de</strong>ra fábrica <strong>de</strong><br />

chichones.<br />

El panorama <strong>de</strong> la finca se presentó <strong>de</strong> un golpe a la contemplación <strong>de</strong> los viajeros.<br />

[240] D. Benigno no cabía en sí <strong>de</strong> gozo, y a cada paso <strong>de</strong>cía a Sola:<br />

-Vea usted cómo están esos almendros... ¿Quién diría que esos olivos no tienen más<br />

que diez años?... Aquellos otros, que aún son estacas, los planté yo por mi mano hace<br />

tres años... Mire usted a la <strong>de</strong>recha; pues aquello es lo <strong>de</strong>l tío Rezaquedito, tierras que<br />

vendrán a ser mías el año que viene.<br />

La casa era <strong>de</strong> labor, medianamente arreglada para vivienda cómoda. Tenía una<br />

huertecilla, a la que daba frescura y sustancia el agua clara <strong>de</strong> una noria. Más allá había<br />

un prado muy lucido, en el cual pastaban algunos carneros, y las gallinas en bandadas,<br />

que regía un arrogante y enfatuado gallo, recorrían libremente todo, olivar, viñas y

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