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16 a 20 - Weblog de Francesc Martínez Mateo

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viejos, y al lado <strong>de</strong>l niño, precoz guerrero lleno <strong>de</strong> ilusiones <strong>de</strong> gloria, estaba el veterano<br />

que se había batido en las campañas heroicas <strong>de</strong>l año 8. Las estaturas eran tan<br />

<strong>de</strong>sacor<strong>de</strong>s, que la bayoneta <strong>de</strong>l enano tocaba los doblados hombros <strong>de</strong>l gigante. Por la<br />

<strong>de</strong>sigualdad, por la irregularidad, por el valor ciego y salvaje, por la fe estúpida y la<br />

sobriedad casi inverosímil, a ningún ejército conocido podrían compararse, como no<br />

fuera a los ejércitos <strong>de</strong> Mahoma.<br />

A la mañana siguiente salieron muchos para Urdax. Los <strong>de</strong>más tomaron posiciones<br />

en las alturas. Se les vela subir como gatos, escalando los empinados cerros con agilidad<br />

increíble. El calor les hacía tan poca impresión como les habla hecho el frío. Tenían<br />

cara <strong>de</strong> pergamino, músculos <strong>de</strong> acero, corazón <strong>de</strong> piedra y sesos <strong>de</strong> algodón, que ni el<br />

sol <strong>de</strong>rretía ni el pensamiento inflamaba jamás. La guerra había llegado a ser en ellos<br />

fenómeno <strong>de</strong> costumbre, un estado normal, admirablemente conformado con su<br />

naturaleza agreste, dura, sufrida, refractaria a las fatigas como a las i<strong>de</strong>as, y con<br />

especialidad inclinada al movimiento. Si no hubiera habido montañas, las habrían hecho<br />

para subir y escon<strong>de</strong>rse en ellas.<br />

Por la noche, tres jinetes llegaron a casa <strong>de</strong>l cura. Seguíales numerosa escolta. Se<br />

apearon y los tres entraron. Uno <strong>de</strong> ellos era <strong>de</strong> buena [405] estatura y a todos infundía<br />

un respeto que más bien parecía miedo o superstición. El cura se arrodilló <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> él<br />

y le besó la mano. Su Majestad (pues no era otro) manifestó <strong>de</strong>seos <strong>de</strong> <strong>de</strong>scansar. Tenía<br />

mucha jaqueca y ningún apetito. Subió, encerrose en la habitación que se lo tenía<br />

preparada. Or<strong>de</strong>nose el mayor silencio para no molestar a Su Majestad, que no quiso<br />

tomar más que un huevo cocido y un poco <strong>de</strong> chocolate claro. Pidió agua helada; pero<br />

en esto no le podían complacer. Quedose solo, y al poco rato llamó pidiendo le llevaran<br />

una venda y un poco <strong>de</strong> sebo para ponérselo en la frente. Uno <strong>de</strong> los que le habían<br />

acompañado entró a darle lo que pedía, y <strong>de</strong>spués Su Real Majestad se acostó y apagó la<br />

luz. Durante dos horas reinó el más profundo silencio, y el cura andaba casi a gatas por<br />

no hacer ruido que pudiera turbar el sueño <strong>de</strong>l primero <strong>de</strong> los facciosos. Pero <strong>de</strong> repente<br />

sonó en las calles <strong>de</strong> Elizondo estrépito <strong>de</strong> caballería; llegaron muchos jinetes a la casa<br />

<strong>de</strong>l párroco; se apearon y el jefe <strong>de</strong> ellos entró en la casa sin pedir permiso ni hacer caso<br />

<strong>de</strong>l cura, que salió trinando y bufando a pedir cuenta <strong>de</strong> tan irreverentes ruidos. A pesar<br />

<strong>de</strong> esto, la calidad <strong>de</strong>l personaje exigía que se pasase recado a Su Majestad. Hiciéronlo<br />

así y el Soberano mandó que entrase al momento Zumalacárregui. Oyose la voz <strong>de</strong>l Rey<br />

que <strong>de</strong>cía:<br />

-Traigan una luz.<br />

Zumalacárregui estaba en el pasillo, boina en mano.<br />

-Venga la luz -dijo, cogiéndola <strong>de</strong> las manos <strong>de</strong>l cura que con ella venía presuroso.<br />

Era una vela, puesta no muy gallardamente en un can<strong>de</strong>lero <strong>de</strong> barro. Se acercó<br />

Zumalacárregui y entró en el cuarto oscuro. Su Majestad se había incorporado en el<br />

lecho. Aún tenía puesta la venda. El general avanzó lentamente, con respeto y cortedad.<br />

Extendió la mano con el can<strong>de</strong>lero. La luz iluminó <strong>de</strong> lleno el semblante <strong>de</strong> D. Carlos,<br />

en el cual no resplan<strong>de</strong>cía ningún <strong>de</strong>stello ni aun chispa leve <strong>de</strong> inteligencia. Con la<br />

venda, la pali<strong>de</strong>z, el bigote afeitado (a causa <strong>de</strong>l disfraz <strong>de</strong>l viaje), si no era una cara<br />

estúpida estaba muy cerca <strong>de</strong> serlo. Zumalacárregui dijo con voz ahogada por la<br />

emoción: -«Señor»: y se inclinó. Parecía un pino que se dobla.

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