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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

—Nada de nuevo —anunció Ron, consciente de que eso significaba un nuevo seguimiento<br />

por parte de telefónica—. Entra de nuevo por Oakland.<br />

—No vale la pena llamar a la compañía telefónica. Lo único que me dirán es que obtenga<br />

una orden judicial para Virginia.<br />

Colgué decepcionado. Una conexión tan prolongada como ésta era perfecta para<br />

localizarle. No podía excluirle del sistema cuando utilizaba ordenadores de los que ni<br />

siquiera había oído hablar. Cuando por fin desconectó a las siete y media, había adquirido<br />

virtualmente una visión global de los ordenadores principales del laboratorio. Tal vez no<br />

podría introducirse en todos ellos, pero sabía dónde estaban.<br />

Las siete y media. ¡Maldita sea, había olvidado la fiesta! Fui corriendo a por mi bicicleta,<br />

para regresar a mi casa. Lo que ese hacker hacía no era destrozar mi ordenador, sino<br />

trastornarme la vida. Para Martha, llegar tarde a la fiesta de Todos los Santos era un crimen<br />

imperdonable.<br />

No sólo llegué tarde, sino sin disfraz. Entré sigilosamente y con complejo de culpabilidad<br />

por la puerta de la cocina. ¡Qué escena! La princesa Diana, con su elegante traje, vistoso<br />

sombrero y guantes blancos, extraía con estremecimiento un puñado de semillas de un<br />

calabacín. Alicia y el sombrerero loco se servían la última porción de lasaña. Charlot<br />

mojaba manzanas en almíbar. En medio de aquel torbellino de actividad había un pequeño<br />

pero temible guerrero samurai, enteramente vestido para entrar en batalla, que vociferaba<br />

órdenes:<br />

—Llegas larde. ¿Dónde está tu disfraz?<br />

En el fondo del armario encontré mi sotana morada. Encima del camisón de Martha, con<br />

una sábana sobre los hombros y una alta mitra de papel y lentejuelas, me convirtieron de<br />

pronto en... cardenal Cliff primero. Di una vuelta para bendecir a los invitados. Laurie, la<br />

amiga de Martha que circulaba habitualmente con el cabello muy corto, vaqueros y botas,<br />

vestía un traje de tarde de falda corta y un largo collar de perlas.<br />

— ¡Ánimo, eminencia, vayamos a bendecir el Castro!<br />

Nos amontonamos en el coche del sombrerero loco (Laurie cogió su moto) y cruzamos el<br />

puente de Babilonia. La fiesta de Todos los Santos es la predilecta de San Francisco. Se<br />

corta el tráfico a cinco manzanas de la calle Castro, por donde pasean millares de vistosos<br />

disfraces, admirándose entre sí y a los travestís con sus atuendos de lentejuelas, imitando a<br />

Ethel Merman desde las salidas de incendios que dan a la calle.<br />

Este año había disfraces increíbles: una persona disfrazada de bolsa de la compra<br />

gigantesca, con enormes verduras y latas de papel; numerosos seres galácticos; y varios<br />

samurais rivales, con los que Martha luchó con su espada de plástico. Los dráculas de<br />

rostro cetrino circulaban entre brujas, canguros y mariposas. Cerca de la parada del tranvía,<br />

una colección de vampiros armonizaba con un encurtido de tres patas.<br />

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