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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

Después de realizar su misión secreta, Jeannie me llamó aquella misma tarde. <strong>El</strong> supuesto<br />

Knute Sears de Stanford seguiría siendo un mito. No había estado nunca matriculado en el<br />

instituto de McLean. Y el señor Maher no era profesor de matemáticas, sino que daba<br />

clases de historia.<br />

Otro callejón sin salida. Todavía ahora, cuando hablo con mi hermana, me siento<br />

profundamente avergonzado de haberla embarcado en una búsqueda infructuosa.<br />

Llamé a Dan a Stanford para comunicarle las malas noticias. No le sorprendieron.<br />

—Hará falta una larga investigación. Hemos decidido olvidarnos del FBI. <strong>El</strong> servicio<br />

secreto tiene una brigada de delitos informáticos que está muy interesada en investigar el<br />

caso.<br />

¿<strong>El</strong> servicio secreto ayudando a Stanford? ¿No eran los que perseguían a los falsificadores<br />

y protegían al presidente?<br />

—Así es —dijo Dan—, pero también investigan los delitos informáticos. La Tesorería<br />

intenta proteger a los bancos contra fraudes informáticos y el servicio secreto depende de<br />

la Tesorería.<br />

Dan había encontrado la forma de superar la reticencia del FBI.<br />

—No saben mucho sobre ordenadores —agregó—, pero tienen agallas. Nosotros<br />

aportaremos la pericia técnica y ellos la fuerza judicial.<br />

¿Agallas?<br />

Pero para mí era demasiado tarde. Nuestra agencia local del FBI seguía sin interesarse por<br />

el caso, pero la de Alexandria, en Virginia, le prestaba atención. Alguien —Mitre, las<br />

fuerzas aéreas o la CÍA— los había presionado y recibí una llamada del agente especial<br />

Mike Gibbons.<br />

En un par de minutos me di cuenta de que, por fin, hablaba con un agente del FBI que<br />

conocía los ordenadores. Había escrito programas Unix, utilizado modems y no le<br />

asustaban las bases de datos ni los procesadores de textos. Su última afición consistía en<br />

jugar a «cavernas y dragones» con su ordenador Atari. J. Edgar Hoover debía de revolverse<br />

en su tumba.<br />

Aun mejor, a Mike no le importaba comunicarse conmigo por vía electrónica, pero, anle la<br />

posibilidad de que alguien interceptara nuestra correspondencia, decidimos utilizar un<br />

código.<br />

A juzgar por su voz, adiviné que Mike tenía menos de treinta años, pero conocía al dedillo<br />

la jurisdicción informática.<br />

—Ha habido por lo menos una infracción del código federal 1030. Probablemente otra<br />

relacionada con la invasión de la intimidad. Cuando le encontremos, se enfrentará a una<br />

condena de cinco años, o cincuenta mil dólares.<br />

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