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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

—Más vale que empieces a hacer llamadas, porque a las nueve de la mañana el virus estará<br />

por todas partes.<br />

<strong>El</strong> centro de operaciones no estaba al corriente de lo que ocurría. <strong>El</strong> virus sólo tenía unas<br />

horas de vida. Ahora lo veía llegar de una docena de lugares distintos. Virulento. Por la<br />

mañana habría contaminado decenas o quizá centenares de sistemas. Teníamos un<br />

problema en nuestras manos. Un grave problema.<br />

Una epidemia.<br />

Lo importante era comprender el virus y divulgar la noticia. Durante las próximas treinta y<br />

seis horas procuraría por todos los medios comprenderlo y derrotarlo. Sabía que no estaba<br />

solo. Al mismo tiempo, equipos de Berkeley, el MIT y la Universidad de Pardue le seguían<br />

la pista de cerca.<br />

Aquí me limito a describir lo que vi, pero mi contribución fue mínima, comparada con la<br />

de genios del Unix como Keith Bostic, Peter Yee, Gene Spafford, Jon Rochlis, Mark<br />

Eichin, Donn Seeley, Ed Wang y Mike Muuss, repartidos por todo el país. La mía sólo fue<br />

una pequeña parte de la reacción no organizada, pero tenaz, ante dicho desastre.<br />

Penetré en busca del código en mi sistema de Cambridge y descubrí inmediatamente dos<br />

versiones del virus. Una adaptada a los ordenadores Vax que utilizaran Unix y la otra para<br />

termínales Sun. Cada ficha tenía una extensión de unos cuarenta y cinco mil bytes. De<br />

haberse tratado de texto en inglés, habría ocupado unas treinta páginas. Pero no era inglés.<br />

Imprimí la ficha y parecía un galimatías. No tenía siquiera el aspecto de código máquina.<br />

Esto no tenía sentido: los programas de ordenador tienen el aspecto de código máquina.<br />

Éste no lo tenía. No llevaba ningún título informativo y sólo unas pocas órdenes que yo<br />

reconocía. <strong>El</strong> resto era guacamole.<br />

Con paciencia intenté comprender la función de aquellas pocas órdenes. ¿Cómo<br />

reaccionaría en el supuesto de que yo fuera una terminal Sun y alguien me transmitiera<br />

dichas órdenes? Con papel y lápiz, una calculadora doméstica y un manual de<br />

instrucciones máquina, comencé a desenmarañar el código del virus.<br />

Las primeras órdenes servían sólo para descifrar la codificación del resto del virus. Ésta era<br />

la razón por la que el virus tenía un aspecto extraño. Sus propias órdenes habían sido<br />

deliberadamente ofuscadas.<br />

Claro, su autor había ocultado el virus, procurando impedir que otros programadores<br />

comprendieran su código. Equivalía a arrojar clavos en la carretera para entorpecer a sus<br />

perseguidores.<br />

¡Diabólico!<br />

Decidí llamar de nuevo a Darren. Eran las cinco de la madrugada y nos dedicamos a<br />

comparar notas; él había descubierto lo mismo que yo, entre otras cosas:<br />

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