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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

—¿En qué lugar de Virginia has localizado al hacker? —se limitó a preguntarme.<br />

—No puedo decírtelo. Esta línea no es segura.<br />

—Déjate de bromas.<br />

No veía ninguna razón para no contárselo. En el peor de los casos no haría nada, pero con<br />

un poco de suerte presionaría a Mitre para que cooperaran. De modo que le hablé de mi<br />

llamada a Jim Christy; pareció sorprenderle, pero estaba satisfecho.<br />

—Me pondré en contacto con el FBI de Virginia —dijo Jim—. Puede que ahora logremos<br />

que nuestra gente se movilice.<br />

—Entonces debe saber algo que yo no sé. La agencia de Oakland no está dispuesta a<br />

mover un dedo, a no ser que haya un millón de dólares por medio.<br />

Jim me explicó que las agencias del FBI son bastante autónomas. Algo que interese<br />

muchísimo a un agente puede no importarle a otro.<br />

—Es cuestión de suerte. A veces uno llega en el momento justo de subir al ascensor...<br />

—... y a veces se cae uno en el pozo.<br />

Le deseé suerte, le rogué que me mantuviera informado y me concentré de nuevo en mi<br />

cuaderno. Parecía que los rumores eran ciertos. Ninguna agencia policial confiaba en las<br />

demás. La única forma de resolver el problema consistía en mencionárselo a todo el mundo<br />

que pudiera ayudar. Tarde o temprano alguien haría algo.<br />

Ninguno de nosotros, en aquellos momentos, habría adivinado nada semejante a la verdad.<br />

Nadie —ni la CIA, ni el FBI, ni la NSA, ni ciertamente yo— sabía dónde nos dirigiría<br />

aquel tortuoso camino.<br />

VEINTICUATRO<br />

Al día siguiente por la mañana, en el despacho me encontré con un par de viejos recados.<br />

Mi jefe quería que llamara a nuestros benefactores, el Departamento de Energía, para<br />

comunicarles que «todo marchaba viento en popa». Y Dan Kolkowitz había llamado desde<br />

Stanford.<br />

—Te habría mandado una nota por vía electrónica —dijo Dan—, pero me preocupaba que<br />

alguien más la leyera.<br />

Ambos habíamos descubierto que los hackers repasaban la correspondencia electrónica y<br />

la solución más simple consistía en utilizar el teléfono.<br />

Entre mordiscos de un bocadillo de manteca de anacardo conté a Dan mi seguimiento hasta<br />

Mitre, sin mención alguna a la CÍA. Era innecesario desencadenar rumores sobre la<br />

cooperación de alguien de Berkeley con los poderes fácticos.<br />

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