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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

del laboratorio. Se cansó después de leer algunos artículos científicos, varias aburridas<br />

propuestas de investigación y una descripción detallada de la forma de medir el diámetro<br />

nuclear de cierto isótopo de berilio. ¡Vaya aburrimiento! Estaba claro que irrumpir<br />

clandestinamente en ordenadores no era la clave del poder, la fama y la suprema sabiduría.<br />

<strong>El</strong> hecho de haberse introducido en nuestros dos sistemas Unix no había satisfecho a mi<br />

voraz contrincante. Había intentado cruzar el foso de nuestro reforzado Unix-8, pero no lo<br />

había logrado; Dave había aislado perfectamente la máquina. Entonces, frustrado, había<br />

obtenido una lista de los ordenadores remotos accesibles desde nuestro sistema.<br />

No era ningún secreto; sólo los nombres, números de teléfono y direcciones electrónicas de<br />

treinta ordenadores Berkeley.<br />

DOCE.<br />

Estaba convencido de que, con la luna llena, aumentaría el número de intromisiones y me<br />

dispuse a dormir bajo la mesa de mi despacho. Aquella noche no apareció el hac-ker, pero<br />

sí lo hizo Martha. Alrededor de las siete subió en su bicicleta, con unos termos de sopa de<br />

verduras y fragmentos de edredón para mantenerme ocupado. No hay atajos para coser a<br />

mano un edredón. Cada triángulo, rectángulo y cuadrado debe ser cortado a medida,<br />

planchado, colocado y cosido a los demás. Examinándolo de cerca, no es fácil distinguir<br />

las piezas de los retales. <strong>El</strong> diseño sólo se hace visible después de descartar los retales y<br />

embastar las piezas. Una forma muy parecida a la de comprender a ese hacker.<br />

Alrededor de las once y media di por finalizada mi guardia. Si al hacker le daba por<br />

aparecer a medianoche, las impresoras registrarían de todos modos sus pasos.<br />

Al día siguiente, el hacker hizo una aparición que me perdí, porque había preferido<br />

almorzar con Martha cerca de la universidad. Valió la pena; en la calle, una orquesta de<br />

jazz tocaba melodías de los años treinta.<br />

—Todo el mundo quiere a mi nena, pero mi nena no quiere a nadie más que a mí —<br />

cantaba el vocalista.<br />

—Esto es absurdo —dijo Martha en un descanso—. Si se analiza con lógica, el cantante<br />

debe ser su propia nena.<br />

—¿Ah, sí?<br />

A mí me parecía perfecto.<br />

—Fíjate, «todo el mundo» incluye a mi nena y, dado que «todo el mundo quiere a mi<br />

nena», mi nena se quiere a sí misma, ¿no es cierto?<br />

—Supongo que sí —respondí, procurando seguir su lógica.<br />

—Pero a continuación dice «mi nena no quiere a nadie más que a mí». Por consiguiente mi<br />

nena, que debe quererse a sí misma, no puede querer a nadie más. Por tanto mi nena debo<br />

ser yo.<br />

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