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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

—Lo que necesitamos es una bandera —dijo, mientras me arrojaba el último calabacín,<br />

bajo y ladeado—. Algún tipo de insignia que simbolice la caza de hackers —agregó<br />

agachándose y sacando del armario un pendón del tamaño de una camisa, con una<br />

serpiente enroscada alrededor de un ordenador, en el que se leía: «No me pisoteéis»—. Me<br />

sobraba un poco de tela de mi disfraz y he confeccionado esto.<br />

Durante las últimas semanas antes de la fiesta de Todos los Santos, cosíamos<br />

desesperadamente para confeccionar nuestros disfraces. <strong>El</strong> mío era un atuendo de cardenal,<br />

con mitra, cetro y cáliz incluidos. Martha, evidentemente, guardaba el suyo escondido;<br />

todas las precauciones son pocas cuando se comparte la máquina de coser con el<br />

compañero de habitación.<br />

Al día siguiente icé mi bandera de cazador de hackers sobre los cuatro monitores que<br />

controlaban las líneas de entrada de Tymnet. Había comprado un marcador telefónico<br />

automático muy barato de Radio Shack y lo conecté a un analizador lógico caro pero<br />

obsoleto. Entre ambos esperaban pacientemente a que el hacker tecleara su palabra clave y<br />

marcaban silenciosamente mi número de teléfono.<br />

Como era de suponer, la bandera se cayó y se enredó en la impresora, precisamente cuando<br />

apareció el hacker. Extraje rápidamente las trizas de papel y ropa, en el momento justo de<br />

ver cómo el hacker cambiaba sus palabras clave.<br />

Al parecer no le gustaban las antiguas: hedges, jaeger, hunter y benson, y las cambió todas<br />

ellas por una sola: Iblhack.<br />

Por lo menos coincidíamos en lo que estaba haciendo.<br />

<strong>El</strong>igió la misma clave para cuatro cuentas distintas. De haberse tratado de cuatro personas,<br />

cada una habría tenido su propia cuenta y palabra clave distinta de las demás. Pero ahora,<br />

en una sola sesión, las cuatro cuentas habían cambiado.<br />

Debía de estar persiguiendo a una sola persona. Alguien con la tenacidad necesaria para<br />

volver una y otra vez a mi ordenador. Con bastante paciencia para ocultar una ficha<br />

envenenada en la base militar de Anniston y volver a la misma al cabo de tres meses. Y<br />

singular en su elección de objetivos militares.<br />

<strong>El</strong>egía sus propias claves. «Lblhack» era evidente. Había consultado el listín telefónico de<br />

Berckley en busca de Jaeger y Benson; tal vez debería consultar el de Stanford. Me detuve<br />

en la biblioteca. Maggie Morley, nuestra directora de documentación, de cuarenta y cinco<br />

años, es una excelente jugadora de «intellect». De su puerta cuelga una lista con todas las<br />

palabras de tres letras autorizadas en dicho juego. Para poder entrar hay que preguntarle<br />

por una de ellas.<br />

—Así las mantengo frescas en mi memoria —afirma.<br />

—Hez —exclamé.<br />

—Pasa.<br />

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