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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

—Mira, tú no sabes todo lo que está ocurriendo —dijo Mike—. Hazme caso, mantén la<br />

boca cerrada.<br />

<strong>El</strong> FBI estaba justificadamente satisfecho de su trabajo. A pesar del titubeo inicial, Mike<br />

había persistido con la investigación. La organización no le permitía que me revelara los<br />

detalles del caso, pero no podía hacer nada al respecto. Sin embargo, lo que no podía<br />

impedir era que yo investigara por mi cuenta.<br />

Hace diez meses, Luis Álvarez y Jerry Nelson me habían aconsejado tratar al haeker como<br />

un problema de investigación. Pues bien, por lo menos la investigación había concluido.<br />

Claro que quedaban algunos detalles por resolver, pero el grueso del trabajo estaba hecho.<br />

Sin embargo, el FBI no me permitía publicar lo que había descubierto.<br />

Cuando se realiza un experimento se toman notas, se reflexiona y, acto seguido, se<br />

publican los resultados. Si no se publica, nadie tiene la oportunidad de aprender de dicha<br />

experiencia. <strong>El</strong> objeto es precisamente el de evitar que otros repitan lo realizado.<br />

De todos modos había llegado el momento de realizar un cambio. Pasé el resto del verano<br />

elaborando curiosas imágenes informatizadas de telescopios y dando clases en el centro de<br />

informática. Gracias a la persecución del alemán había aprendido la forma de conectar<br />

ordenadores entre ellos.<br />

Tarde o temprano, el FBI me permitiría publicar los resultados. Y cuando llegara el<br />

momento, estaría listo para hacerlo. A principios de setiembre empecé a escribir un sobrio<br />

artículo científico sobre el hacker. Me limité a condensar las ciento veinticinco páginas de<br />

mi cuaderno, en un tedioso escrito, destinado a alguna recóndita publicación informática.<br />

Sin embargo no me resultaba fácil abandonar por completo el provecto del hacker. Durante<br />

un año, aquella persecución había dominado mi vida. En el cumplimiento de mi misión<br />

había escrito docenas de programas, sacrificado el calor de mi compañera, alternado con el<br />

FBI, la NSA, la OSI y la CÍA, destruido mis zapatillas, estropeado impresoras y viajado<br />

varias veces de costa a costa. Ahora que mi vida ya no estaba dominada por un misterioso<br />

enemigo extranjero, me preguntaba cómo pasar el tiempo.<br />

Entretanto, a 10 000 kilómetros de distancia, alguien deseaba no haber oído hablar nunca<br />

de Berkeley.<br />

CINCUENTA Y TRES.<br />

Un mes antes de la captura del hacker de Hannover, Darren Griffith se unió a nuestro<br />

grupo, procedente del sur de California. Las aficiones de Darren eran en este orden: la<br />

música «punk», las redes Unix, la tipografía láser y los amigos con el pelo escarpado.<br />

Además de los cafés y los conciertos, lo que le atraía de Berkeley eran los centenares de<br />

ordenadores Unix conectados entre ellos, formando un complejo laberinto que deseaba<br />

explorar.<br />

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