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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

invitaron a todo el mundo a la base aérea de Bolling con la esperanza de resolver el<br />

problema.<br />

<strong>El</strong> mundo residencial de Washington se mide por su emplazamiento, respecto al cinturón<br />

de circunvalación. La base aérea de Bolling está situada alrededor de las cinco; es decir,<br />

más o menos al sur del sudeste. Incluso con unas direcciones tan explícitas, me perdí por<br />

completo; circular en bicicleta por las callejuelas de Berkeley es muy distinto a conducir<br />

un coche por la autopista de Washington.<br />

A las once y media tres funcionarios del departamento de energía se reunieron conmigo en<br />

un restaurante próximo a la base aérea. Entre bocados de tortellíni, hablamos de la política<br />

de seguridad informática del DOE. A ellos les preocupan los secretos relacionados con<br />

bombas atómicas, pero también son dolorosamente conscientes de que la seguridad<br />

entorpece las operaciones. Los ordenadores de alta seguridad son de difícil acceso y<br />

desagradables de utilizar. Los sistemas abiertos y amenos suelen ser inseguros.<br />

A continuación nos dirigimos a Bolling. Era la primera vez que pisaba una base militar.<br />

Las películas son verídicas: los soldados saludan a los oficiales y el pobre centinela del<br />

portalón se pasa el día saludando a todos los coches que pasan junto a él. Como era de<br />

suponer, a mí nadie me saludó; con mi pelo largo, vaqueros y una chaqueta andrajosa, un<br />

marciano habría pasado más inadvertido.<br />

Unas veinte personas hicieron acto de presencia en re-presentación de todas las agencias de<br />

tres siglas. Por fin pude relacionar las voces del teléfono con rostros humanos. Mike<br />

Gibbons tenía realmente el aspecto de un agente del FBI; debía de tener unos treinta años,<br />

traje impecable, bigote y probablemente practicaba la alterofilia en sus horas libres.<br />

Charlamos un buen ralo de microordenadores; conocía el sistema operativo Atari como la<br />

palma de la mano. Jim Christy, el investigador de delitos informáticos de las fuerzas<br />

aéreas, era alto, delgado e inspiraba confianza. Y también estaba Teejay, sentado en un<br />

rincón de la sala, silencioso como de costumbre.<br />

<strong>El</strong> sonriente y corpulento Zeke Hanson, de la NSA, me saludó con una palmada en la<br />

espalda. Navegaba con tanta pericia por los ordenadores como por la administración. De<br />

vez en cuando me susurraba alguna interpretación, como:<br />

—Ese personaje es importante para tu caso —o—, ésa no es más que un portavoz de su<br />

partido.<br />

Me sentía incómodo entre tantos trajes, pero con el apoyo de Zeke me puse en pie y dirigí<br />

la palabra a la concurrencia.<br />

Charlé un rato de las conexiones de la red y de los puntos débiles, y a continuación los<br />

demás discutieron la política nacional sobre seguridad informática. Al parecer era<br />

inexistente.<br />

Durante toda la reunión había siempre alguien que preguntaba:<br />

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