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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

Regresé a Berkeley sentado junto a Greg Fennel, que se desplazaba al oeste en viaje de<br />

negocios secretos. Resultó que era astrónomo de formación y había dirigido un<br />

observatorio. Hablamos un poco del telescopio espacial, ese instrumento de alta precisión,<br />

de un billón de dólares, que estaba a punto de ser lanzado.<br />

—Con un telescopio de 238,76 centímetros en el espacio podremos ver los planetas con un<br />

detalle fenomenal —comenté.<br />

—Imagina sus posibilidades si se enfocara hacia la Tierra —dijo Greg.<br />

—¿Para qué molestarse? Lo interesante es observar el firmamento. Además, es físicamente<br />

imposible enfocar el telescopio espacial a la Tierra: sus sensores arderían si alguien lo<br />

intentara.<br />

—Supón que alguien construyera un telescopio semejante y lo enfocara a la Tierra. ¿Qué<br />

podrías ver?<br />

Hice algunos cálculos mentales: un telescopio de 238,76 centímetros, a unos cuatrocientos<br />

ochenta kilómetros de altitud. La longitud de onda de la luz es de unos cuatrocientos<br />

nanómetros...<br />

—Se llegarían a ver con facilidad detalles de medio metro. Su límite serían unos tres<br />

centímetros. Casi lo suficiente para distinguir rostros.<br />

Greg sonrió, sin decir nada. Tardé un rato, pero acabé por comprenderlo: el telescopio<br />

espacial astronómico no era el único gran telescopio en órbita. Greg se refería<br />

probablemente a algún satélite espía, casi con toda seguridad al secreto KH-11.<br />

Regresé a mi casa con la duda de si debía contar a Martha lo ocurrido. No me sentía<br />

distinto de antes: seguía prefiriendo la astronomía a la persecución de un hacker, pero me<br />

preocupaba lo que Martha pudiera pensar de la gente con la que había fraternizado.<br />

—¿Te lo has pasado bien? —preguntó a mi llegada.<br />

—Sí, en cierto modo —respondí—. Pero no creo que quieras saber a quién he conocido.<br />

—No importa. Has pasado el día incómodo en un avión. Deja que te frote la espalda.<br />

Hogar, dulce hogar.<br />

CUARENTA Y NUEVE.<br />

Me consumía todavía la frustración, cuando pensaba en los ocho meses que llevaba<br />

imbuido en ese escabroso proyecto. Mi jefe no me permitía olvidar que no hacía nada útil.<br />

Entonces, el miércoles 22 de abril, Mike Gibbons me llamó desde el cuartel general del<br />

FBI para comunicarme que habían decidido que debíamos seguir vigilando al hacker. Al<br />

parecer la policía alemana quería echarle el guante y la única forma de conseguirlo<br />

consistía en comunicárselo a los alemanes en el momento en que sonaran las alarmas.<br />

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