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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

Me dijo las horas y las anoté en mi cuaderno. Para proteger su sistema, Ken cambiaría<br />

todas las claves de todas las cuentas y exigiría a todos los usuarios que se presentaran en<br />

persona para recibir su nueva clave.<br />

<strong>El</strong> hacker podía entrar en el Milnet por lo menos mediante otros dos ordenadores, el de<br />

Anniston y el de Livermore. Y probablemente el del MIT.<br />

<strong>El</strong> MIT. Había olvidado avisarlos. Llamé a Karen Sol-Hns del departamento de informática<br />

y le hablé de la intrusión del viernes por la noche.<br />

—No te preocupes —me dijo—, no hay gran cosa en ese ordenador y en un par de semanas<br />

dejaremos de utilizarlo.<br />

—Me alegro. ¿Puedes decirme a quién pertenece la cuenta de Litwin?<br />

Quería saber de dónde había sacado el hacker aquella información.<br />

—Es un físico de plasma de la Universidad de Wisconsin —respondió—. Utiliza los<br />

grandes ordenadores de Livermore y transmite los resultados a nuestro sistema.<br />

Debió de dejar sus claves para el MIT en el ordenador de Livermore.<br />

Ese hacker seguía sigilosamente a los científicos de un ordenador a otro, recogiendo las<br />

migas que abandonaban. Lo que no sabía era que alguien recogía también las suyas.<br />

DIECISIETE.<br />

<strong>El</strong> hacker sabía cómo moverse por el Milnet. Ahora me daba cuenta de lo inútil que sería<br />

cerrarle las puertas de nuestros ordenadores. Se limitaría a utilizar otra entrada. Tal vez<br />

lograra impedirle el acceso a nuestro sistema, pero seguiría introduciéndose mediante otros<br />

sistemas.<br />

Nadie le detectaba. Sin impedimento alguno había penetrado sigilosamente en Livermore,<br />

SRI, Anniston y el MIT.<br />

Nadie le perseguía. <strong>El</strong> FBI ciertamente no lo hacía. La CÍA y la oficina de investigaciones<br />

especiales de las fuerzas aéreas no podían, o no querían, hacer nada.<br />

Bien, casi nadie. Yo le perseguía, pero no se me ocurría cómo capturarle. Los seguimientos<br />

telefónicos no cuadraban. Además, dado que utilizaba distintas redes, ¿cómo saber de<br />

dónde procedía? Hoy podía entrar por mi laboratorio e introducirse en un ordenador de<br />

Massachusetts, pero puede que mañana se introdujera en la red por Peoría para acabar en<br />

Padunk. Yo sólo podía seguirle los pasos cuando pasaba por mi sistema.<br />

Había llegado el momento de elegir entre abandonar la búsqueda para volver a la<br />

astronomía y a la programación, o de hacer que mi sistema le resultara tan apetecible que<br />

prefiriera utilizar Berkeley como punto de partida.<br />

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