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El Huevo Del Cuco

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Clifford Stoll<br />

<strong>El</strong> <strong>Huevo</strong> <strong>Del</strong> <strong>Cuco</strong><br />

¿Qué había de extraño en todo aquello? Ésa era la gente que diseñaba, construía y<br />

verificaba los sistemas de seguridad. Y, sin embargo, el hacker deambulaba a sus anchas<br />

por sus ordenadores.<br />

Además, no se trataba de empresas con pequeños presupuestos. Son compañías que cobran<br />

decenas de millones de dólares del gobierno, para elaborar software de alta seguridad. Qué<br />

duda cabía: en casa del herrero cuchara de palo.<br />

Había observado cómo ese individuo se infiltraba en ordenadores militares, empresas de<br />

material defensivo, universidades y laboratorios. Pero no en los bancos. Claro: sus redes no<br />

son tan públicas como Arpanet. Pero apuesto a que si se infiltrara en sus redes, tendría<br />

tanto éxito como en las militares.<br />

No es ingenio ni magia lo que se precisa para infiltrarse en los ordenadores, sólo paciencia.<br />

Aquel hacker sustituía su falta de originalidad con abundante persistencia. Algunas de las<br />

brechas de las que se había aprovechado, como por ejemplo la del Gnu-Emacs, eran nuevas<br />

para mí. Pero en general solía aprovecharse de los descuidos de los técnicos, como el<br />

hecho de proteger ciertas cuentas con claves evidentes, mandar palabras claves por correo<br />

electrónico, o no contabilizar debidamente sus ordenadores.<br />

Pensándolo bien, ¿no sería una locura seguir todavía con las puertas abiertas? Habían<br />

transcurrido casi diez meses y el hacker estaba todavía en libertad. A pesar de haberse<br />

infiltrado en más de treinta ordenadores, de la carta de Laszlo desde Pittsburgh y de todos<br />

los seguimientos telefónicos, el hacker circulaba todavía por las calles. ¿Cuánto se<br />

prolongaría todo aquello?<br />

CINCUENTA Y UNO.<br />

Era junio, verano en el paraíso. Iba a mi casa en bicicleta, disfrutando del paisaje:<br />

estudiantes de Berkeley jugando con discos voladores, planchas de navegar y alguno que<br />

otro coche descapotado para disfrutar del delicioso aire. Nuestro jardín estaba lleno de<br />

rosas, caléndulas y tomates. Las fresas prosperaban, con la promesa de nuevos batidos.<br />

Sin embargo, en el interior de la casa, Martha estaba prisionera, estudiando para la reválida<br />

de derecho. Esta última epopeya parecía todavía más dura que los tres años en la facultad.<br />

En verano, cuando todos los demás pueden salir y divertirse, tenemos que asistir a<br />

importunas clases de revisión y llenarse la cabeza de normas y decretos, contando los días<br />

que faltan para el examen: ordalía inspirada en la inquisición española.<br />

Martha leía pacientemente sus libros, dibujaba complejos esquemas de cada tema con<br />

lápices de colores y se reunía con otros sufridores para poner a prueba sus conocimientos.<br />

Se lo planteaba con filosofía; trabajaba exactamente diez horas diarias y cerraba los libros.<br />

Aikido fue su salvación; se libraba de sus frustraciones arrojando a sus contrincantes por<br />

los aires.<br />

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