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LECTURAS DE PRIMERA SEMANA DE JUNIO DE 2011 - Insumisos

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contra los Estados Unidos, urdida por aquellos pueblos que envidian su felicidad y su eficiencia. Los enemigos<br />

pueden ser los amigos de ayer o los súbditos de mañana, pero nunca descansan. En esta mitología, lo único<br />

que puede brindar seguridad duradera es un arma que haga imbatibles e invulnerables a los Estados Unidos,<br />

creada por ese genio tecnológico que los ha puesto a la vanguardia de la humanidad. La Unión deberá estar<br />

alerta frente a las maquinaciones de las fuerzas del Mal y contar con un poder que disuada a cualquier<br />

adversario. A veces se verá obligada a descargar su rayo vengador sobre quienes los provoquen, pero en<br />

todo caso se tratará de “una guerra para acabar con todas las guerras”.<br />

Puede que la victoria obligue a asumir el imperio del mundo, pero será para que la humanidad pueda<br />

disfrutar de su estilo de vida. A las visiones apocalípticas de una Nueva York en escombros, que repite hasta<br />

el cansancio cualquier producto de Hollywood, sucederá la visión beatífica de una paz perenne y un gobierno<br />

mundial fundado en la intimidación.<br />

Para que este esquema funcionara, los Estados Unidos siempre tenían que ser las víctimas de un ataque<br />

artero. El casus belli para que la Unión entrara en guerra siempre fue discutible, cuando no buscado: el<br />

hundimiento del Maine en La Habana, que permitió quedarse con los restos del imperio español; Pearl<br />

Harbor, que llevó la guerra al Pacífico; el incidente del Golfo de Tonkín, que engendró Vietnam; el 11-S, que<br />

justificó la Guerra al Terror… A lo largo de dos siglos se sucedieron las Armas Finales, primero imaginarias y<br />

luego reales, que amenazaban con desencadenar el Armagedón contra quien se atreviera a provocar a la<br />

Unión. Hubo un verdadero culto de las armas de destrucción masiva, siempre acompañado por el fantasma<br />

de un holocausto global.<br />

“La libertad de los mares será la felicidad de la Tierra” era el lema que Fulton le puso al primer submarino ya<br />

pensado en el siglo XVIII. “La paz es nuestra profesión” fue el lema de los bombarderos del Comando Aéreo<br />

Estratégico (SAC, por sus siglas en inglés) de la Fuerza Aérea de los EEUU, que surcaban los cielos llevando el<br />

fuego nuclear durante la Guerra Fría.<br />

Antes de perder la cátedra por oponerse a la guerra de Vietnam, el propio Franklin había sido oficial del SAC,<br />

y el escritor J. G. Ballard se había entrenado como piloto.<br />

“Es la cosa más hermosa que he visto en mi vida”, se extasiaba el bueno de Jimmy Stewart ante un<br />

bombardero B-29, en una de esas películas donde se incineraban ciudades sin que pudiera verse una sola<br />

víctima. Era lo que nos mostraban las animaciones de Walt Disney para la Victoria por el dominio aéreo<br />

(1943), mucho antes que la guerra del Golfo llegara a nuestras pantallas como un espectáculo de pirotecnia.<br />

En toda esta historia hay una perversa simbiosis entre el imaginario de escritores y cineastas, y las armas<br />

que inspira. El mito de la súper-arma nació y creció en olvidados folletines y novelas baratas, en esa ciencia<br />

ficción genérica que todos leían sin confesarlo. Antes de que los militares establecieran la censura en torno al<br />

proyecto Manhattan, los más informados eran los lectores de ciencia ficción. Esos adolescentes tan freaks<br />

como nerds eran los únicos que podían imaginar una guerra atómica. Entonces hubo allanamientos de<br />

redacciones y algún escritor fue arrestado, aunque todo (incluyendo detalles como el uso del uranio 235) ya<br />

estaba en una novela por entregas de 1940, que los propios militares habían encargado.<br />

Sumergirse en esa subliteratura, confiesa Franklin, es una suerte de viaje perturbador “rumbo al mundo que<br />

ha creado a nuestro mundo actual”. El viaje comienza con el versátil Fulton, que inventa el submarino. Tras<br />

ofrecérselo a los ingleses para combatir a Napoleón, y a Napoleón para vencer a los ingleses, termina por<br />

confiárselo a los Estados Unidos, para que guíen al mundo en la cruzada contra el despotismo y el<br />

oscurantismo. Más escalofriante resulta el capítulo donde Franklin pasa revista a las historias de guerras<br />

futuras ficcionales que se publican en EE.UU. entre 1880 y 1917. Todo lo que vino después ya estaba ahí. La<br />

tónica era crudamente racista: los traidores podían ser los peones chinos que se preparaban para la<br />

insurrección o los esclavos liberados, quintacolumnistas de las potencias europeas. El enemigo fue Inglaterra,<br />

luego Rusia, China, Japón y recién en vísperas de la Primera Guerra Mundial, Alemania. En una novela de<br />

1914, la alianza anti-estadounidense encabezada por la Rusia zarista no sólo incluía a China, Japón e Irán,

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