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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

OSIRIS - LA MUERTE Y LA RESURRECCIÓN<br />

Y, sin embargo, sólo quedaba admitido a su umbral. Porque ahora<br />

empezaban los largos años de estudio y de aprendizaje. Antes de elevarse a<br />

Isis Urania tenía que conocer la Isis terrestre, instruirse en las ciencias físicas<br />

y androgónicas. El tiempo lo repartía entre las meditaciones en su celda, el<br />

estudio de los jeroglíficos en las salas y patios <strong>del</strong> templo, tan vasto como<br />

una ciudad, y las lecciones de los maestros. Aprendía la ciencia de los<br />

minerales y de las plantas, la historia <strong>del</strong> hombre y de los pueblos, la<br />

medicina, la arquitectura y la música sagrada. En aquel largo aprendizaje no<br />

tenía sólo que conocer, sino devenir: ganar la fuerza por medio <strong>del</strong><br />

renunciamiento. <strong>Los</strong> sabios antiguos creían que el hombre no posee la verdad<br />

más que cuando ésta llega a ser una parte de su ser íntimo, un acto<br />

espontáneo <strong>del</strong> alma. Pero en ese profundo trabajo de asimilación, se dejaba<br />

al discípulo abandonado a sí mismo. Sus maestros no le ayudaban en nada, y<br />

con frecuencia le chocaba su frialdad, su indiferencia. Le vigilaban con<br />

atención; le obligaban a seguir reglas inflexibles; se exigía de él una<br />

obediencia absoluta; pero no le revelaban nada más allá de ciertos límites. A<br />

sus inquietudes, a sus preguntas, se le respondía: “Espera y trabaja”. Entonces<br />

se manifestaban en él rebeldías repentinas, pesares amargos, sospechas<br />

horribles. ¿Se había convertido en esclavo de audaces impostores o de magos<br />

negros, que subyugaban su voluntad con un fin infame?. La verdad huía; los<br />

dioses le abandonaban; estaba solo y era prisionero <strong>del</strong> templo. La verdad se<br />

le había aparecido bajo la figura de una esfinge. Ahora la esfinge le decía:<br />

“Yo soy la duda”. Y la bestia alada con su cabeza de mujer impasible y sus<br />

garras de león, se lo llevaba para desgarrarlo en la arena ardiente <strong>del</strong><br />

desierto.<br />

Pero a esas pesadillas sucedían horas de calma y de presentimiento<br />

divino. Comprendía entonces el sentido simbólico de las pruebas por que<br />

había atravesado al entrar en el templo. Porque el pozo sombrío donde había<br />

estado a punto de caer, era menos negro que el abismo de la insondable<br />

verdad; el fuego que había atravesado, era menos terrible que las pasiones<br />

que quemaban aún su carne; el agua helada y tenebrosa en que había tenido<br />

que sumergirse, era menos fría que la duda en que su espíritu se hundía y se<br />

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