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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Entonces, ¿Por qué no habréis creído?. Si hubieran dicho: Viene de los<br />

hombres, tenían que temer al pueblo, que tenía a Juan Bautista por un profeta.<br />

Respondieron, pues: Nada sabemos. ― “Y yo — les dijo Jesús — no os diré<br />

tampoco por qué autoridad hago estas cosas”. Más una vez parado el golpe,<br />

tomó la ofensiva y agregó: “Os digo en verdad que los modestos empleados y<br />

las mujeres de mala vida os aventajan en el reino de Dios”. Luego los<br />

comparó, en una parábola, al mal viñador que mata al hijo <strong>del</strong> dueño para<br />

tener la herencia de la viña, y se llamó a sí mismo: “la piedra angular que les<br />

aplastaría”. Con estos actos, con estas palabras, se ve que en su último viaje a<br />

la capital de Israel, Jesús quiso cortarse la retirada. Ya tenían, desde hacía<br />

tiempo, de su boca, las dos grandes bases de acusación necesarias para<br />

perderle: sus amenazas contra el templo y la afirmación de que él era el<br />

Mesías. Sus últimos ataques exasperaron a sus enemigos. A partir de aquel<br />

momento, su muerte, resuelta por las autoridades, sólo fue cuestión de<br />

oportunidad. Desde su llegada, los miembros más influyentes <strong>del</strong> sanhedrín,<br />

saduceos y fariseos, reconciliados en su odio contra Jesús, se habían entendido<br />

para hacer perecer al “seductor <strong>del</strong> pueblo”. Dudaban solamente respecto a<br />

prenderle en público, pues temían una sublevación popular. Ya varias veces,<br />

los agentes que habían enviado contra él habían vuelto ganados por su palabra<br />

o atemorizados por las multitudes. Varias veces los soldados <strong>del</strong> templo le<br />

habían visto desaparecer en medio de ellos, de un modo incomprensible. Así<br />

también el emperador Domiciano, fascinado, sugestionado y como cegado por<br />

el mago a quien quería condenar, vio desaparecer a Apolonio de Tyana, ¡ante<br />

su tribunal y en medio de sus guardias!. La lucha entre Jesús y los sacerdotes<br />

continuaba de día en día, con odio creciente <strong>del</strong> lado de ellos y <strong>del</strong> suyo con<br />

un vigor, una impetuosidad, un entusiasmo sobrexcitados por la certeza que<br />

tenía de lo fatal de su salida. Fue el último asalto de Jesús contra los poderes<br />

de su tiempo. En él desplegó una extrema energía y toda su fuerza, que<br />

revestía como una armadura la ternura sublime que podemos llamar: el Eterno<br />

Femenino de su alma. Aquel combate formidable terminó con terribles<br />

anatemas contra los falsificadores de la religión: “Desgraciados de vosotros,<br />

escribas y fariseos, que cerráis el reino de los cielos a los que en él quieren<br />

entrar... ¡Insensatos y ciegos, que pagáis el diezmo y descuidáis la justicia, la<br />

misericordia y la fi<strong>del</strong>idad!. Os parecéis a los sepulcros blanqueados, que<br />

parecen hermosos por fuera, pero que por dentro están llenos de despojos y<br />

toda clase de podredumbre!”.<br />

Después de haber estigmatizado así ante los siglos la hipocresía<br />

religiosa y la falsa autoridad sacerdotal, Jesús consideró su lucha como<br />

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