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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

viviría en ellos; el lazo entre el cielo y la tierra quedaría establecido. Jesús dijo<br />

a Pedro: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás; porque ni la carne ni la sangre te<br />

han revelado eso sino Mi Padre que está en los cielos”. Por esta respuesta,<br />

Jesús da a entender a Pedro que le considera como iniciado al mismo título<br />

que él mismo; por la visión interna y profunda de la verdad. He aquí la única<br />

revelación, he aquí “la piedra sobre la cual el Cristo quiere construir su Iglesia<br />

y contra la cual las puertas <strong>del</strong> infierno no prevalecerán”. Jesús sólo cuenta<br />

con el apóstol Pedro, en cuanto a posesión de aquella inteligencia. Un instante<br />

después, habiendo éste vuelto a su estado de hombre natural, tímido y<br />

limitado, el maestro le trata de modo bien diferente. Habiendo anunciado<br />

Jesús a sus discípulos que iba a ser muerto en Jerusalén, Pedro empezó a<br />

protestar: “Dios no lo quiera Señor, eso no ocurrirá”. Pero Jesús, como si viera<br />

una tentación mundana en aquel movimiento de simpatía, que tendía a<br />

quebrantar su gran resolución, se volvió vivamente hacia el apóstol y dijo:<br />

“¡Retírate de mí, Satanás!; eres un escándalo para mí, pues no comprendes las<br />

cosas que son de Dios, sino únicamente las que son de los hombres”. (Mateo,<br />

XVI, 21-28). Y el gesto imperioso <strong>del</strong> maestro decía: ¡A<strong>del</strong>ante, a través <strong>del</strong><br />

desierto! ― Intimidados por su voz solemne, se pusieron en camino por las<br />

colinas pedregosas de la Galonítida. Esta huida, en la que Jesús lleva a sus<br />

discípulos fuera de Israel, parecía una marcha hacia el enigma de su destino<br />

mesiánico, <strong>del</strong> cual buscaba la solución.<br />

Habían llegado a las puertas de Cesárea. La ciudad, que era pagana<br />

desde Antíoco el Grande, se asentaba en un oasis de verdor en las fuentes <strong>del</strong><br />

Jordán, al pie de las cimas nevadas <strong>del</strong> Hermón. Tenía su anfiteatro,<br />

resplandecía de lujosos palacios y de templos griegos. Jesús la atravesó<br />

avanzando hasta el lugar donde el Jordán se escapa, mugiente y claro, de una<br />

caverna de la montaña, como la vida brota <strong>del</strong> seno profundo de la inmutable<br />

naturaleza. Había allí un pequeño templo dedicado a Pan, y en la gruta, a<br />

orillas <strong>del</strong> naciente río, una multitud de columnas, de ninfas de mármol y de<br />

divinidades paganas. <strong>Los</strong> judíos sentían horror ante aquellos signos de culto<br />

idólatra. Jesús los miró sin cólera, con indulgente sonrisa. En ellos reconoció<br />

las efigies imperfectas de la divina belleza de la que llevaba en su alma<br />

radiantes mo<strong>del</strong>os. No era su misión maldecir al paganismo, sino<br />

transfigurarlo; no había venido para lanzar el anatema a la tierra y a sus<br />

energías y poderes misteriosos, sino para mostrarle el cielo. Su corazón era<br />

bastante grande, su doctrina bastante vasta para abarcar todos los pueblos y<br />

decir a todos los cultos: “Levantad la cabeza y reconoced que todos tenéis un<br />

mismo Padre”. Y sin embargo estaba allí, expulsado como un animal feroz al<br />

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