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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Moisés, o condenarle como rebelde por el gobernador romano. De ahí la<br />

cuestión insidiosa sobre la mujer adúltera y sobre la moneda de César.<br />

Penetrando siempre en los designios de sus enemigos, Jesús los desarmó con<br />

sus respuestas, cual profundo psicólogo y estratega hábil. Viendo que era<br />

imposible perderle de ese modo, los fariseos trataron de intimidarle<br />

acosándole a cada paso. Ya la masa <strong>del</strong> pueblo, trabajada por ellos, se apartaba<br />

de él viendo que no restauraba el reino de Israel. Por todos lados, hasta en la<br />

más pequeña aldea, encontraba caras cautelosas e incrédulas, espías para<br />

vigilarle, emisarios pérfidos para descorazonarle. Algunos fueron a decirle:<br />

“Retírate de aquí, pues Herodes (Antipas) quiere hacerte morir”. Jesús<br />

respondió seguro de sí mismo: “Decid a ese zorro que nunca ocurre que muera<br />

un profeta fuera de Jerusalén”. Sin embargo, tuvo que pasar varias veces el<br />

lago de Tiberiades y refugiarse en la costa oriental, para evitar aquellas<br />

celadas. Ya no estaba en seguridad en punto alguno. En este tiempo ocurrió la<br />

muerte de Juan el Bautista, a quien Antipas había hecho cortar la cabeza, en la<br />

fortaleza de Makerus. Se dice que Aníbal, al ver la cabeza de su hermano<br />

Asdrúbal, muerto por los romanos, exclamó: “Ahora reconozco el destino de<br />

Cartago”. Jesús pudo reconocer su propio destino en la muerte de su<br />

predecesor. De él no dudaba desde su visión de Engaddi; no había comenzado<br />

su obra sin aceptar la muerte de antemano; y sin embargo, aquella noticia,<br />

traída por los discípulos entristecidos <strong>del</strong> predicador <strong>del</strong> desierto, emocionó a<br />

Jesús como una fúnebre advertencia. Entonces exclamó: “No le han<br />

reconocido, pero le han hecho lo que han querido; así es como el Hijo <strong>del</strong><br />

Hombre expiró por ellos”.<br />

<strong>Los</strong> doce se inquietaban; Jesús vacilaba sobre el camino que había de<br />

seguir. No quería dejarse coger, sino ofrecerse voluntariamente una vez<br />

terminada la obra y morir como profeta a la hora elegida por él mismo.<br />

Acosado hacia ya un año, habituado a ocultarse <strong>del</strong> enemigo por medio de<br />

marchas y contramarchas, asqueado <strong>del</strong> pueblo cuyo enfriamiento sentía<br />

después de los días de entusiasmo, Jesús resolvió otra vez más huir con los<br />

suyos. Llegado a la cumbre de una montaña con los doce, se volvió para mirar<br />

por última vez su lago amado, en las orillas <strong>del</strong> cual había querido hacer lucir<br />

el alba <strong>del</strong> reino de los cielos. Abarcó con la mirada aquellos pueblos de la<br />

orilla o de las laderas de los montes anegados en sus oasis de verdes<br />

plantaciones y blancos bajo el velo dorado <strong>del</strong> crepúsculo, todas aquellas<br />

aldeas queridas donde había sembrado la palabra de vida y que ahora le<br />

abandonaban. Tuvo el presentimiento <strong>del</strong> porvenir. Con mirada profética, vio<br />

aquel país espléndido cambiado en desierto bajo la mano vengadora de Ismael,<br />

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