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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

anillos sibilantes de nuestras serpientes, en los nudos <strong>del</strong> deseo, <strong>del</strong> odio y <strong>del</strong><br />

remordimiento”. Y se precipitaron, desgreñadas, sobre el rebaño de las almas<br />

asustadas, que se pusieron a girar en los aires bajo sus latigazos como un<br />

torbellino de hojas secas, lanzando grandes gemidos.<br />

A esta vista, Perséfona palideció; parecía un fantasma lunar. Murmuró:<br />

“El cielo..., la luz..., los Dioses..., ¡un sueño!... Sueño, sueño eterno”. Su<br />

corona de adormideras se secó; sus ojos se cerraron con angustia. La reina de<br />

los muertos cayó en letargo sobre su trono, y luego todo desapareció en las<br />

tinieblas.<br />

La visión cambió. El discípulo de Delfos se vio en un valle espléndido y<br />

verdeante. El monte Olimpo en el fondo. Ante un antro negro, dormitaba<br />

sobre un lecho de flores la bella Perséfona. Una corona de narcisos<br />

reemplazaba en sus cabellos a la corona de las adormideras fúnebres, y la<br />

aurora de una vida renaciente esparcía sobre sus mejillas un tinte ambrosiaco.<br />

Sus trenzas negras caían sobre sus hombros de un blanco brillante, y las rosas<br />

de su seno, suavemente elevadas, parecían llamar los besos de los vientos. Las<br />

ninfas danzaban en una pradera. Pequeñas nubes blancas viajaban por el azul<br />

<strong>del</strong> cielo. Una lira cantaba en un templo...<br />

A su voz de oro, a sus ritmos sagrados, el discípulo oyó la música<br />

íntima de las cosas. Porque de las hojas, de las ondas, de las cavernas, salía<br />

una melodía incorpórea y tierna; y las voces lejanas de las mujeres iniciadas<br />

que guiaban sus coros a las montañas, llegaban a su oído en cadencias<br />

quebradas. Unas, desesperadas, llamaban al Dios; las otras creían divisarlo al<br />

caer, medio muertas de fatiga, en el borde de las selvas.<br />

Por fin el cielo se abrió en el cenit para engendrar en su seno una nube<br />

brillante. Como un ave que un instante se cierne y luego cae a tierra, el Dios,<br />

con su tirso, bajó y vino a posarse ante Perséfona. Estaba radiante; sus<br />

cabellos sueltos; en sus ojos se insinuaba el <strong>del</strong>irio sagrado de los mundos por<br />

nacer. Por largo tiempo la contempló; luego extendió su tirso sobre ella. El<br />

tirso rozó su seno; ella sonrió. El tocó su frente; ella abrió los ojos, se levantó<br />

lentamente y miró a su esposo. Aquellos ojos, llenos aún <strong>del</strong> sueño <strong>del</strong> Erebo,<br />

brillaron como estrellas. “¿Me reconoces? —dijo el Dios —. ¡Oh Dionisos! —<br />

Dijo Perséfona —, Espíritu divino, Verbo de Júpiter, Luz celeste que<br />

resplandece bajo la forma humana..., cada vez que me despiertas, creo vivir<br />

por la vez primera, los mundos renacen en mi recuerdo; el pasado, el futuro, se<br />

vuelve el inmortal presente; y siento en mi corazón irradiar el Universo”.<br />

Al mismo tiempo, sobre las montañas, en un lindero de las nubes<br />

plateadas, aparecieron los Dioses curiosos e inclinados hacia la tierra.<br />

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