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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

cabezas y barrer, bajo una granizada de piedras, al arca santa, al profeta y a su<br />

idea. Pero Moisés está allí y tras él los poderes invisibles que le protegen.<br />

Comprende que es preciso, ante todo, templar el alma de los setenta<br />

elegidos, elevarlos a su propia altura y por ellos a todo el pueblo. Él invoca<br />

a Aelohim-Ievé, el Espíritu masculino, el Fuego Principio <strong>del</strong> fondo de sí<br />

mismo y <strong>del</strong> fondo <strong>del</strong> cielo.<br />

— ¡A mí los setenta! — exclama Moisés —. Que tomen el arca y suban<br />

conmigo a la montaña de Dios. En cuanto a este pueblo, que espere y<br />

tiemble. Voy a traerle la sentencia de Aelohim.<br />

<strong>Los</strong> levitas sacan de bajo de la tienda el arca de oro envuelta en sus<br />

velos, y el cortejo de los setenta desaparece con el profeta en los<br />

desfiladeros <strong>del</strong> Sinaí. No se sabe quién tiembla más, si los levitas por lo<br />

que van a ver, o el pueblo por el castigo que Moisés deja suspendido<br />

sobre su cabeza como una espada invisible.<br />

¡Ah, si se pudiera escapar de las manos terribles de aquel sacerdote de<br />

Osiris, de aquel profeta de desdicha!, dicen los rebeldes. Y apresuradamente<br />

la mitad <strong>del</strong> campo pliega las tiendas, ensilla los camellos y se prepara a huir.<br />

Mas he aquí que un crepúsculo extraño, un velo de polvo se extiende sobre el<br />

cielo; una brisa dura sopla <strong>del</strong> mar Rojo, el desierto toma un color rojizo y<br />

lívido, y detrás <strong>del</strong> Sinaí se amontonan gruesos nubarrones. Por fin, el cielo<br />

se ennegrece. El huracán trae torbellinos de arena y los relámpagos hacen<br />

estallar en torrentes de lluvia las nubes que envuelven el Sinaí. Pronto el rayo<br />

reluce y su voz, repercutida por todas las gargantas <strong>del</strong> macizo, estalla sobre<br />

el campo en detonaciones sucesivas con un estruendo espantoso. El pueblo no<br />

vacila en que aquello se debe a la cólera de Aelohim invocada por Moisés.<br />

Las hijas de Moab han desaparecido. <strong>Los</strong> ídolos son derribados, los jefes se<br />

prosternan, los niños y las mujeres se esconden bajo el vientre de los<br />

camellos. Esto dura toda una noche, todo un día. El rayo ha caído en las<br />

tiendas, ha matado hombres y animales y el trueno retumba continuamente.<br />

Hacia el oscurecer la tempestad se calma, las nubes humean aún sobre<br />

el Sinaí y el cielo continúa negro. Mas he aquí que a la entrada <strong>del</strong><br />

campamento reaparecen los setenta, Moisés en cabeza. Y en el vago<br />

resplandor <strong>del</strong> crepúsculo, el semblante <strong>del</strong> profeta y el de sus elegidos<br />

irradia con luz sobrenatural, como si trajeran sobre su cara el reflejo de una<br />

visión luminosa y sublime. Sobre el arca de oro, sobre los querubines con<br />

alas de fuego, oscila un resplandor eléctrico, como una columna fosforescente.<br />

Ante aquel espectáculo extraordinario, los Ancianos y el pueblo, hombres y<br />

mujeres se prosternan a distancia.<br />

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