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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>del</strong> alba deslizándose por una anfractuosidad de la montaña, corrió<br />

estremeciéndose sobre las antorchas y los amplios vestidos blancos de las<br />

jóvenes esenias, quienes también temblaron cuando cayó sobre el pálido<br />

Galileo, en cuyo hermoso rostro se veía una gran tristeza. Su mirada perdida<br />

iba hacia los enfermos de Siloé, y en el fondo de aquel dolor, siempre<br />

presente, entreveía ya su camino.<br />

En aquel tiempo Juan Bautista predicaba en las márgenes <strong>del</strong> Jordán.<br />

No era un esenio, sino un profeta popular de la fuerte raza de Judá. Llevado al<br />

desierto por una piedad austera, había pasado en él la más dura vida en la<br />

oración, los ayunos, las maceraciones. Sobre su piel desnuda, curtida por el<br />

sol, llevaba a guisa de cilicio un vestido tejido con pelo de camello, como<br />

signo de la penitencia que quería imponerse a sí mismo y a su pueblo. Porque<br />

sentía profundamente las angustias de Israel y esperaba su liberación. Se<br />

figuraba, según la idea judaica, que el Mesías vendría pronto como vengador y<br />

justiciero que, cual nuevo Macabeo, sublevaría al pueblo, arrojaría al Romano,<br />

castigaría a todos los culpables, entraría triunfalmente en Jerusalén, y<br />

restablecería el reino de Israel sobre todos los pueblos, en la paz y la justicia.<br />

Anunciaba a las multitudes la próxima llegada de aquel Mesías; agregaba que<br />

era preciso prepararse por el arrepentimiento de las faltas pasadas. Tomando<br />

de los esenios la costumbre de las abluciones, transformándola a su modo,<br />

había imaginado el bautismo <strong>del</strong> Jordán como un símbolo visible, como un<br />

público cumplimiento de la purificación interna que exigía. Esa ceremonia<br />

nueva, esa predicación vehemente ante inmensas multitudes, en el cuadro <strong>del</strong><br />

desierto, frente a las aguas sagradas <strong>del</strong> Jordán, entre las montañas severas de<br />

Judea y de Perea, sobrecogía los ánimos, atraía a las multitudes. Recordaba los<br />

días gloriosos de los viejos profetas; ella daba al pueblo lo que no encontraba<br />

en el templo: la interior sacudida y, después de los terrores <strong>del</strong><br />

arrepentimiento, una esperanza vaga y prodigiosa. Acudían de todos los<br />

puntos de Palestina, y aun de más lejos, para escuchar al santo <strong>del</strong> desierto que<br />

anunciaba al Mesías. Las poblaciones, atraídas por su voz, acampaban a su<br />

lado durante varios días para oírle, no querían marcharse, esperando que el<br />

Mesías llegase. Muchos no pedían otra cosa que empuñar las armas bajo su<br />

mando para comenzar la guerra santa. Herodes Antipas y los sacerdotes de<br />

Jerusalén comenzaban a inquietarse ante aquel movimiento popular. Por otra<br />

parte, los signos de la época eran graves. Tiberio, a la edad de setenta y cuatro<br />

años, acababa su vejez en medio de las bacanales de Caprea; Poncio Pilatos<br />

redoblaba en violencia contra los judíos; en Egipto, los sacerdotes habían anun<br />

ciado que el fénix iba a renacer de sus cenizas. (Tácito, Anales, VI, 28, 31).<br />

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