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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

a la joven. A veces encontraba cortejos de viejos anacoretas que volvían <strong>del</strong> río.<br />

Al verla, se arrodillaban ante ella, y después proseguían su camino. Un día, al<br />

lado de una fuente velada por lotos rosados, vio a un joven anacoreta que<br />

oraba. Él se levantó cuando se aproximaba, lanzó sobre ella una mirada triste<br />

y profunda, y se alejó en silencio. Las figuras graves de los viejos, la imagen de<br />

los cisnes y la mirada <strong>del</strong> joven anacoreta, eran el tema de los sueños de la<br />

virgen. Cerca <strong>del</strong> manantial había un árbol de edad inmemorial y grandes<br />

ramas, que los santos rishis llamaban “el árbol de vida”. Devaki gustaba de<br />

sentarse a su sombra. Con frecuencia dormitaba allí, visitada por visiones<br />

extrañas. Tras de las ramas, oía coros que cantaban: “¡Gloria a ti, Devaki!.<br />

Vendrá, coronado de luz, ese fluido puro emanado de la grande alma, y las<br />

estrellas palidecerán ante su esplendor. Vendrá, y la vida desafiará a la muerte,<br />

y él rejuvenecerá la sangre de todos los seres. Vendrá, más dulce que la miel<br />

y el amrita, más puro que el cordero sin mancha y la boca de una virgen, y<br />

todos los corazones se sentirán transportados de amor. ¡Gloria, gloria, gloria<br />

a ti. Devaki!. (Atharva Veda). ¿Eran los anacoretas?. ¿Eran los Devas quienes<br />

cantaban así?. A veces, le parecía que una influencia lejana o una presencia<br />

misteriosa, como una mano invisible extendida sobre ella, la obligaba a<br />

dormir. Entonces caía en un sueño profundo, suave, inexplicable, <strong>del</strong> que<br />

salía confusa y turbada. Se volvía como para buscar a alguien, pero a nadie<br />

veía. Solamente encontraba, a veces, rosas sembradas sobre su lecho de hojas,<br />

o una corona de loto entre sus manos.<br />

Un día, Devaki cayó en un éxtasis más profundo. Oyó ella una música<br />

celeste, como un océano de arpas y de voces divinas. De repente, el cielo se<br />

abrió en abismos de luz. Miles de seres espléndidos la miraban, y en el fulgor de<br />

un rayo deslumbrante, el sol de los soles, Mahadeva, se le apareció en forma<br />

humana. Iluminada por el Espíritu de los mundos, perdió el conocimiento, y en<br />

el olvido de la tierra, en una felicidad sin límites, concibió al niño divino. (Una<br />

nota es indispensable acerca <strong>del</strong> sentido simbólico de la leyenda y sobre el<br />

origen real de aquellos que han llevado en la historia el nombre de hijos de<br />

Dios. Según la doctrina secreta de la India, que fue también la de los<br />

iniciados de Egipto y de Grecia, el alma humana es hija <strong>del</strong> cielo, puesto<br />

que, antes de nacer sobre la tierra, ha tenido una serie de existencias<br />

corporales y espirituales. El padre y la madre no engendran, pues, más que<br />

el cuerpo <strong>del</strong> niño, porque su alma viene de otra parte. Esta ley universal se<br />

impone a todos, y los más grandes profetas no escapan a ella. Lo que<br />

importa creer es que el profeta viene de un mundo divino, y eso, los<br />

verdaderos hijos de Dios lo prueban por su vida y por su muerte. Pero los<br />

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