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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

siguiente: “Conócete a ti mismo”, y esta otra sobre la puerta de entrada: “No<br />

se aproxime aquí quien no sea puro”. Estas palabras decían a quien llegaba,<br />

que las pasiones, las mentiras, las hipocresías terrestres no debían pasar el<br />

umbral <strong>del</strong> santuario, y que, en el interior, la verdad divina reinaba con<br />

majestad temible. Pitágoras sólo fue a Delfos después que hubo visitado todos<br />

los templos de Grecia. Se había detenido con Epiménides en el santuario de<br />

Júpiter; había asistido a los juegos olímpicos; había presidido los misterios de<br />

Eleusís, donde el hierofante le había cedido su sitio. En todas partes le habían<br />

recibido como maestro. Le esperaban en Delfos. El arte adivinatorio<br />

languidecía y Pitágoras quería devolverle su profundidad, su fuerza y su<br />

prestigio. Iba, pues, a aquel santuario más bien para ilustrar a sus intérpretes<br />

que para consultar a Apolo; iba a caldear su entusiasmo y a despertar su<br />

energía. Dirigirlos era dirigir el alma de Grecia y preparar su porvenir.<br />

Felizmente encontró en el templo un instrumento maravilloso, que un<br />

designio providencia parecía haberle reservado.<br />

La joven Teoclea pertenecía al colegio de las sacerdotisas de Apolo.<br />

Procedía de una de esas familias en que la dignidad sacerdotal era hereditaria.<br />

Las grandes impresiones <strong>del</strong> santuario, las ceremonias <strong>del</strong> culto, los coros, las<br />

fiestas de Apolo pítico e hiperbóreo habían alimentado su infancia. Se la<br />

imagina como una de esas jóvenes que tienen una aversión innata e intensiva<br />

para lo que atrae a las otras. Ellas no aman a Ceres y temen a Venus. Porque la<br />

pesada atmósfera terrestre las inquieta, y el amor físico vagamente entrevisto<br />

les parece una violación <strong>del</strong> alma, un rompimiento de su ser intacto y virginal.<br />

Por el contrario, ellas son sensibles de una manera extraña a corrientes<br />

misteriosas e influencias astrales. Cuando la luna daba en los sombríos<br />

bosquecillos de la fuente de Castalia, Teoclea veía deslizarse allí formas<br />

blanquecinas. En pleno día, oía voces. Cuando se exponía a los rayos <strong>del</strong> sol<br />

naciente, su vibración la sumergía en una especie de éxtasis, en que oía coros<br />

invisibles. Sin embargo, era muy insensible a las idolatrías populares <strong>del</strong> culto.<br />

Las estatuas la dejaban indiferente, tenía horror a los sacrificios de animales.<br />

No hablaba a nadie de las apariciones que turbaban su sueño. Ella sentía con<br />

el instinto de las clarividentes que los sacerdotes de Apolo no poseían la<br />

suprema luz de que tenía necesidad. Éstos, sin embargo, tenían la mirada fija<br />

sobre ella para decidirla a ser Pitonisa. Ella se sentía como atraída por un<br />

mundo superior, <strong>del</strong> que no tenía la clave. ¿Qué eran aquellos dioses que se<br />

apoderaban de ella y la estremecían?. Quería saberlo antes de entregarse.<br />

Porque las grandes almas tienen necesidad de ver claro, aun al abandonarse a<br />

las potencias divinas.<br />

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