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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

magos, herederos de Zoroastro. Si los sacerdotes egipcios poseían solos las<br />

claves universales de las ciencias sagradas, los magos persas tenían la<br />

reputación de haber ido más lejos en la práctica de ciertas artes. Ellos se<br />

atribuían el manejo de esos poderes ocultos de la naturaleza que se llaman el<br />

fuego pantomorfo y la luz astral. En sus templos, se decía, se originaban las<br />

nieblas en plena luz, las lámparas se encendían por sí mismas, se veía irradiar<br />

a los Dioses y se oía retumbar el trueno. <strong>Los</strong> magos llamaban león celeste a<br />

aquel fuego incorpóreo, agente generador de la electricidad, que sabían<br />

condensar o disipar a placer, y serpientes a las corrientes eléctricas de la<br />

atmósfera, magnéticas de la tierra, que pretendían dirigir como flechas sobre<br />

los hombres. Ellos habían también hecho un estudio especial <strong>del</strong> poder<br />

sugestivo, atractivo y creador <strong>del</strong> verbo humano. Empleaban para la evocación<br />

de los espíritus formularios graduados y tomados de los más viejos idiomas de<br />

la tierra. He aquí la razón que de ello daban: “No cambies nada a los nombres<br />

bárbaros de la evocación, porque ellos son los nombres panteísticos de Dios;<br />

ellos están imanados por las adoraciones de una multitud y su<br />

poder es inefable”. (Oráculos de Zoroastro recogidos en la teurgia de<br />

Proclo). Estas evocaciones practicadas en medio de las purificaciones y de las<br />

oraciones eran, a propiamente hablar, lo que más tarde se llamó magia blanca.<br />

Pitágoras penetró, pues, en Babilonia en los arcanos de la antigua<br />

magia. Al mismo tiempo, en aquel antro <strong>del</strong> despotismo, vio otro espectáculo:<br />

sobre los restos de las ruinosas religiones <strong>del</strong> Oriente, por encima de su<br />

sacerdocio degenerado y pobre, un grupo de intrépidos iniciados, unidos en<br />

apretado haz, defendían su ciencia, su fe y, tanto como podían, la justicia. En<br />

pie frente a los déspotas, como Daniel en el foso de los leones, siempre en<br />

peligro de ser devorados, fascinaban y domaban a la bestia feroz <strong>del</strong> poder<br />

absoluto por su poder intelectual, y le disputaban el terreno palmo a palmo.<br />

Después de su iniciación egipcia y caldea, el hijo de Samos sabía<br />

mucho más que sus maestros de física y que cualquier otro griego de su<br />

tiempo, sacerdote o laico. Conocía los principios eternos <strong>del</strong> universo y sus<br />

aplicaciones. La naturaleza le había abierto sus abismos; los velos groseros de<br />

la materia se habían desgarrado a sus ojos para mostrarle las esferas<br />

maravillosas de la natura y de la humanidad espiritualizada. En el templo de<br />

Neith-Isis en Memfis, en el de Bel de Babilonia había aprendido muchos<br />

secretos sobre el pasado de las religiones, sobre la historia de los continentes y<br />

de las razas. Había podido comparar las ventajas e inconvenientes <strong>del</strong><br />

monoteísmo judío, <strong>del</strong> politeísmo griego, <strong>del</strong> trinitarismo indio y <strong>del</strong> dualismo<br />

persa. Sabía que todas esas religiones eran rayos de una misma verdad,<br />

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