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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

tamizados por diversos grados de inteligencia y para diferentes estados<br />

sociales. Tenía la clave, es decir, la síntesis de todas esas doctrinas, en la<br />

ciencia esotérica. Su mirada abarcaba el pasado y, sumergiéndose en el<br />

porvenir, debía juzgar el presente con lucidez singular. Su experiencia le<br />

mostraba a la humanidad amenazada por los más grandes azotes, por la<br />

ignorancia de los sacerdotes, el materialismo de los sabios y la indisciplina de<br />

las democracias. En medio <strong>del</strong> relajamiento universal, veía engrandecerse el<br />

despotismo asiático; y de aquella nube negra un ciclón formidable iba a<br />

lanzarse sobre la indefensa Europa.<br />

Era pues tiempo de volver a Grecia, de cumplir su misión, de comenzar<br />

su obra.<br />

Pitágoras había estado internado en Babilonia durante doce años. Para<br />

salir de allí era preciso una orden <strong>del</strong> rey de los Persas. Un compatriota,<br />

Demócedes, el médico <strong>del</strong> rey, intercedió en su favor y obtuvo la libertad <strong>del</strong><br />

filósofo. Pitágoras volvió pues a Samos, después de treinta y cuatro años de<br />

ausencia, encontrando a su patria aplastada bajo un sátrapa <strong>del</strong> gran rey.<br />

Escuelas y templos estaban cerrados; poetas y sabios habían huído como una<br />

bandada de golondrinas, ante el cesarismo persa. Al menos tuvo el consuelo<br />

de recoger el último suspiro de su primer maestro Hermodamas, y de<br />

encontrar a su madre Parthenis, la única que no había dudado de su vuelta.<br />

Porque todo el mundo había creído en la muerte <strong>del</strong> hijo aventurero <strong>del</strong> joyero<br />

de Samos. Pero ella nunca había dudado <strong>del</strong> oráculo de Apolo. Ella<br />

comprendía que bajo sus vestiduras blancas de sacerdote egipcio, su hijo se<br />

preparaba para una alta misión. Ella sabía que <strong>del</strong> templo de Neith-Isis saldría<br />

el maestro bienhechor, el profeta luminoso con que había soñado en el sagrado<br />

bosque de Delfos, y que el hierofonte de Adonai le había prometido bajo los<br />

cedros <strong>del</strong> Líbano.<br />

Y ahora, una barca ligera llevaba, sobre las ondas azuladas de las<br />

Cíclades, a aquella madre y a aquel hijo hacia un nuevo destierro. Huían con<br />

todo su haber de Samos, oprimido y perdido. Se hacían a la vela para la<br />

Grecia. No eran las coronas olímpicas ni los laureles <strong>del</strong> poeta lo que tentaba<br />

al hijo de Parthenis. Su obra era más misteriosa y más grande: despertar el<br />

alma dormida de los dioses en los santuarios; devolver su fuerza y su prestigio<br />

al templo de Apolo; y luego, fundar en alguna parte una escuela de ciencia y<br />

de vida, de donde salieran, no políticos y sofistas, sino hombres y mujeres<br />

iniciados, madres verdaderas y héroes puros.<br />

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