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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Como todos los verdaderos iniciados, no ignoraba Zoroastro la ley de la<br />

reencarnación, pero jamás hablaba de ella. No pertenecía a su misión<br />

revelarla. Esta idea hubiera retrasado a la raza aria en su labor cercana: la<br />

conquista <strong>del</strong> suelo por medio de la agricultura y la cristalización de la familia.<br />

Pero enseñaba a sus adeptos el principio <strong>del</strong> Karma en su forma elemental, es<br />

decir, que la vida futura es consecuencia <strong>del</strong> presente comportamiento. <strong>Los</strong><br />

impuros van al reino de Arimán. <strong>Los</strong> puros ascienden por una senda luminosa<br />

construida por Ormuz, luciente como un diamante, estrecha como el filo de<br />

una espada. Al extremo les aguarda un ángel alado, bello como una virgen<br />

quinceañera, que les dice: “Soy tu obra, tu verdadero yo, tu propia alma<br />

esculpida por ti mismo”. (Véase en el Zend-Avesta (traducción de Anquetil-<br />

Du-perron. el heroico descubridor de la lengua zenda y la primitiva religión<br />

persa) el relato de cierta tentación de Zoroastro por Agra-Mayniú (Arimán),<br />

seguido por los medios de combatirlo, valiéndose de plegarias e<br />

invocaciones. Acaba el capítulo con una descripción <strong>del</strong> juicio <strong>del</strong> alma<br />

entrevisto por Zoroastro en una especie de visión. (Vendidad-Sadé - 19?<br />

fargard).<br />

Asaltaba de vez en cuando a Zoroastro una honda tristeza invencible. La<br />

terrible melancolía de los profetas, abrumador rescate de sus éxtasis. Su<br />

misión era vasta como los horizontes <strong>del</strong> Irán, donde las montañas galopaban<br />

tras las montañas, donde las llanuras ocultábanse tras las llanuras.<br />

Pero cuanto más le atraía Ahura-Mazda, más se alejaba la grandeza <strong>del</strong><br />

profeta <strong>del</strong> corazón de los hombres, aun conviviendo y luchando en medio de<br />

ellos. A veces, durante atardeceres otoñales, desfilaban ante él las mujeres<br />

transportando las cosechas en gavillas. Algunas se arrodillaban y ofrecían sus<br />

haces de trigo al profeta sentado sobre una piedra, junto al altar campestre.<br />

Tendía el brazo hacia alguna de ellas murmurando algunas frases.<br />

Contemplaba sus recias nucas y sus brazos, bronceados por el sol.<br />

Alguna que otra le recordaba a Arduizur, pero ninguna poseía la<br />

luciente blancura de la virgen que iba por lumbre a la fontana azul, ninguna la<br />

majestad de su porte, ninguna su semblante de hija de rey, ninguna su mirar de<br />

águila herida que penetraba como un dardo, ninguna la armonía de su voz que<br />

emergía como una onda de cristal. La oía aún cuando clamaba: “¡Sálvame!”.<br />

¡Y no había podido salvarla!.<br />

Aquel grito terrible había impulsado al fogoso mancebo, convertido en<br />

Zoroastro, hacia el sabio Vahumano. Merced a aquel grito había él sublevado<br />

a su tribu y despertado a toda la raza de los arios a su propia conciencia, por<br />

medio de una lucha a vida o muerte. De aquel grito de mujer angustiada, había<br />

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