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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Se vio, pues, llegar a Galilea al joven profeta. No decía que era el Mesías, pero<br />

discutía sobre la ley y los profetas en las sinagogas. Predicaba a orillas <strong>del</strong><br />

lago de Genezareth, en las barcas de los pescadores, al lado de las fuentes, en<br />

los oasis verdes que abundaban entonces entre Capharnaum, Betsaida y<br />

Korazim. Curaba a los enfermos por la imposición de las manos, por una<br />

mirada, por una orden, con frecuencia por su sola presencia. Le seguían<br />

multitudes; numerosos discípulos le rodeaban. Él los reclutaba entre la gente<br />

<strong>del</strong> pueblo, los pescadores, los peajeros. Porque quería naturalezas rectas y<br />

vírgenes, ardientes y creyentes, y de ellas se apoderaba de irresistible modo.<br />

En su elección era conducido por ese don de segunda vista, que, en todos los<br />

tiempos, ha sido propio de los hombres de acción, pero sobre todo de los<br />

iniciadores religiosos. Una mirada le bastaba para sondear un alma. No<br />

necesitaba otra prueba y cuando decía: ¡Sígueme! le seguían. Con un ademán<br />

llamaba así a los tímidos, a los vacilantes, y les decía: “Venid a mí, vosotros<br />

que estáis cargados, os aliviaré. Mi yugo es ligero y mi carga liviana”. (Mateo,<br />

XI, 28). Adivinaba los más secretos pensamientos de los hombres que,<br />

turbados, confundidos, reconocían al maestro. A veces, en la incredulidad<br />

saludaba a los sinceros. Habiendo dicho Nathaniel: “¿Qué puede venir de<br />

bueno de Nazareth?”, Jesús replicó: “He aquí un verdadero israelita en el que<br />

no hay artificio”. (Juan, I, 46). De sus adeptos no exigía ni juramento, ni<br />

profesión de fe, sino únicamente que le quisieran, que creyesen en él. Puso en<br />

práctica la comunidad de bienes, no como una regla absoluta, sino como un<br />

principio de fraternidad entre los suyos.<br />

Jesús comenzaba así a realizar en su pequeño grupo el reino <strong>del</strong> cielo<br />

que quería fundar sobre la tierra. El sermón de la montaña nos ofrece una<br />

imagen de ese reino ya formado en germen, con un resumen de la enseñanza<br />

popular de Jesús. En la cima de la colina está sentado el maestro; los futuros<br />

iniciados se agrupan a sus pies; más abajo, el pueblo agolpado acoge<br />

ávidamente las palabras que caen de su boca. ¿Qué anuncia el nuevo doctor?.<br />

¿El ayuno?. ¿La maceración?. ¿Las penitencias públicas?. No; he aquí lo que<br />

dice: “Dichosos los pobres de espíritu, porque el reino de los cielos les<br />

pertenece; felices los que lloran, porque ellos serán consolados”. Desarrolla en<br />

seguida, en un orden ascendente, las cuatro virtudes dolorosas; el poder<br />

maravilloso de la humildad, de la tristeza por la desgracia ajena, de la bondad<br />

íntima <strong>del</strong> corazón, <strong>del</strong> hambre y sed de justicia. Luego vienen, radiantes, las<br />

virtudes activas y triunfantes: la misericordia, la pureza <strong>del</strong> corazón, la bondad<br />

militante; en fin, el martirio por la justicia. “¡Dichosos los de corazón puro;<br />

porque ellos verán a Dios!”. Como el sonido de una campana de oro, este<br />

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