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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Encontrándose solo en la caverna de Engaddi, Jesús dijo:<br />

― ¿Por qué signo venceré a los poderes de la tierra?.<br />

― Por el signo <strong>del</strong> Hijo <strong>del</strong> Hombre, dijo una voz de lo alto.<br />

― Muéstrame ese signo, dijo Jesús.<br />

Una constelación brillante apareció en el horizonte, con cuatro estrellas<br />

en forma de cruz. El Galileo reconoció el signo de las antiguas iniciaciones,<br />

familiar en Egipto y conservado por los esenios. En la juventud <strong>del</strong> mundo, los<br />

hijos de Japhet lo habían adorado como signo <strong>del</strong> fuego celeste y terrestre, el<br />

signo de la Vida con todos sus goces, <strong>del</strong> Amor con todas sus maravillas. Más<br />

tarde, los iniciados egipcios habían visto en él, símbolo <strong>del</strong> gran misterio, la<br />

Trinidad dominada por la Unidad, la imagen <strong>del</strong> sacrificio <strong>del</strong> Ser inefable que<br />

se despedaza a sí mismo para manifestarse en los mundos. Símbolo a la vez de<br />

la vida, de la muerte y de la resurrección, cubría hipogeos, tumbas, templos<br />

innumerables. ― La cruz espléndida crecía y se acercaba, como atraída por el<br />

corazón <strong>del</strong> Vidente. Las cuatro estrellas vivas se iluminaban como soles de<br />

poderío y de Gloria. ― “He aquí el signo mágico de la Vida y de la<br />

Inmortalidad, dijo la voz celeste. <strong>Los</strong> hombres lo han poseído en otro tiempo y<br />

lo han perdido. ¿Quieres devolvérselo?. ― Quiero, dijo Jesús. ¡Entonces,<br />

mira!, he aquí tu destino”.<br />

Bruscamente las cuatro estrellas se extinguieron y volvió la oscuridad.<br />

Un trueno subterráneo estremeció las montañas, y, desde el fondo <strong>del</strong> Mar<br />

Muerto salió un monte sombrío terminado por una cruz negra. Un hombre<br />

estaba clavado en ella y agonizaba. Un pueblo demoniaco cubría la montaña y<br />

aullaba con ironía infernal: “¡Si eres el Mesías, sálvate a ti mismo!”. El<br />

Vidente abrió desmesuradamente los ojos, luego cayó hacia atrás, cubierto de<br />

sudor frío; pues aquel hombre crucificado, era él mismo... Había<br />

comprendido. Para vencer, era preciso identificarse con aquel doble terrible,<br />

evocado por él mismo y colocado ante sí como una siniestra interrogación.<br />

Suspendido en su incertidumbre, como en el vacío de los espacios infinitos.<br />

Jesús sentía a la vez las torturas <strong>del</strong> crucificado, los insultos de los hombres y<br />

el silencio profundo <strong>del</strong> cielo. Puedes tomarla o dejarla, dijo la voz angélica.<br />

Ya la visión se esfumaba y la cruz fantasma comenzaba a palidecer con su<br />

ejecutado, cuando de repente Jesús volvió a ver a su lado a los enfermos <strong>del</strong><br />

pozo de Siloé, y tras ellos todo un pueblo de almas desesperadas que<br />

murmuraban, con las manos juntas: “Sin ti, estamos perdidas. ¡Sálvanos, tú<br />

que sabes amar!”. Entonces el Galileo se levantó lentamente, y, abriendo sus<br />

amorosos brazos, exclamó: “¡Sea conmigo la cruz, y que el mundo se salve!”<br />

En seguida Jesús sintió como si se desgarrasen todos sus miembros y lanzó un<br />

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