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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

turbación creciente se apoderaron de él. Tuvo el sentimiento de haber perdido<br />

la felicidad maravillosa de que había participado y de hundirse en un abismo<br />

tenebroso. Una nube negra le envolvía. Aquella nube estaba llena de sombras<br />

de todas clases. Entre ellas distinguía los semblantes de sus hermanos, de sus<br />

maestros esenios, de su madre. Las sombras le decían, una tras otra: ―<br />

“¡Insensato que quieres lo imposible!. ¡No sabes lo que te espera!.<br />

¡Renuncia!”. La invencible voz interna respondía: “¡Es preciso!”. Luchó así<br />

durante una serie de días y noches, tan pronto en pie o de rodillas como<br />

prosternado. Y el abismo descendía, se hacía más y más profundo y más<br />

espesa la nube que le rodeaba. Tenía la sensación de que se aproximaba a algo<br />

terrible e innombrable.<br />

Por fin, entró en ese estado de éxtasis lúcido que le era propio, en el<br />

cual la parte más profunda de la conciencia se despierta, entra en<br />

comunicación con el Espíritu viviente de las cosas, y proyecta sobre la tela<br />

diáfana <strong>del</strong> sueño las imágenes <strong>del</strong> pasado y <strong>del</strong> porvenir. El mundo exterior<br />

desaparece; los ojos se cierran. El Vidente contempla la Verdad bajo la luz<br />

que inunda su ser y hace de su inteligencia un foco incandescente.<br />

El trueno retumbó; la montaña tembló hasta su base. Un torbellino de<br />

viento, venido <strong>del</strong> fondo de los espacios, llevó al Vidente hasta la cúspide <strong>del</strong><br />

templo de Jerusalén. Techados y minaretes relucían en los aires como un<br />

bosque de oro y plata. Se oían himnos en el Santo de los Santos. Espirales de<br />

incienso subían de todos los altares y giraban en torbellino a los pies de Jesús.<br />

El pueblo, con trajes de fiesta, llenaba los pórticos; mujeres soberbias<br />

cantaban para él himnos de amor ardiente. Las trompetas sonaban y cien mil<br />

voces gritaban: ¡Gloria al Mesías!. ¡Gloria al rey de Israel!. Tú serás ese rey si<br />

quieres adorarme, dijo una voz desde abajo. ― ¿Quién eres?, ― dijo Jesús.<br />

De nuevo el viento le llevó a través de los espacios, a la cumbre de una<br />

montaña. A sus pies, los reinos de la tierra se escalonaban en un resplandor<br />

dorado. Soy el rey de los espíritus y el príncipe de la tierra, — dijo la voz <strong>del</strong><br />

abismo —. Sé quien eres, dijo Jesús; tus formas son innumerables; tu nombre<br />

es Satán. Aparece bajo tu forma terrestre. La figura de un monarca coronado<br />

apareció sobre una nube. Una aureola lívida ceñía su cabeza imperial. La<br />

figura sombría se destacaba sobre un nimbo sangriento, su cara estaba pálida y<br />

su mirada briliaba como el reflejo de un hacha. Dijo:<br />

― Soy César. Inclínate nada más y te daré todos esos reinos.<br />

Jesús le dijo:<br />

― ¡Atrás, tentador!. Escrito está: “No adorarás más que al Eterno, tu<br />

Dios”. En seguida, la visión se desvaneció.<br />

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