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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

¿Qué sería de la más hermosa ariana en manos <strong>del</strong> turanio odioso?. ¿Habría<br />

anegado su angustia en la corriente de algún río o tolerado su afrentoso<br />

destino?. Suicidio o degradación, no cabía otra alternativa. Tan horrible era<br />

una como otra. Y Zoroastro vería sin cesar el bello cuerpo sangrante de<br />

Arduizur estrujado por las cuerdas. Esta imagen surcaba las meditaciones <strong>del</strong><br />

profeta incipiente como un relámpago o como una antorcha.<br />

Las noches eran peores que los días. <strong>Los</strong> sueños nocturnos superaban en<br />

horror a los pensamientos de la vigilia. Porque todos los demonios de Arimán,<br />

terrores y tentaciones, le asaltaban bajo formas animálicas, terríficas y<br />

amenazantes. Un ejército de chacales, murciélagos y serpientes aladas,<br />

invadieron la caverna. Sus graznidos, silbidos y susurros le infundían la duda<br />

sobre sí mismo, haciéndole temer el resultado de su misión.<br />

Pero durante el día, evocaba Zoroastro los millares y millares de arios<br />

nómadas oprimidos por los turanios, en secreta revuelta contra su yugo; los<br />

altares profanados, las blasfemias y las invocaciones maléficas; las mujeres<br />

raptadas y reducidas a esclavas, como Arduizur.<br />

Y la indignación devolvía los perdidos ímpetus. Antes de apuntar el<br />

alba, trepaba a veces a la cima de su montaña cubierta por los cedros y oía el<br />

viento gemir entre sus ramas tensas, como arpas elevadas al cielo. Desde su<br />

cima contemplaba el abismo, de escarpadas pendientes verdes, las niveas<br />

cumbres erizadas de aguzados picos y a lo lejos, bajo una bruma rosada, la<br />

llanura <strong>del</strong> Irán.<br />

Si la tierra, decíase Zoroastro, posee la fuerza para elevar con tal<br />

empuje su millar de senos hacia el infinito, ¿Por qué no he de poseer yo el<br />

poder de sublevar a mi pueblo con parecido impulso?. Y cuando el esplendor<br />

<strong>del</strong> astro rey doraba la nieve de los cimales, disipando con un solo rayo<br />

semejante a hendiente lanza las brumas <strong>del</strong> abismo, Zoroastro creía en Ormuz.<br />

Y rezaba todas las mañanas lo que Vahumano le enseñara: “Levanta, ¡Oh<br />

rútilo sol!. ¡Asciende con tus caballos raudos sobre el Hara-Berezaiti, y<br />

alumbra al mundo!”.<br />

Pero Ormuz no llegaba. <strong>Los</strong> sueños nocturnos devenían cada vez más<br />

espantosos. Asediábanle los más horribles monstruos, y tras su inquieta<br />

oleada, una sombra aparecía vestida con largos cendales negros, velado el<br />

rostro con oscuro manto, como su cuerpo. Permanecía inmóvil y parecía<br />

contemplar al durmiente. ¿Era la sombra de una mujer?. No podía ser<br />

Arduizur. La figura blanca que iba por agua a la fontana azul, no tendría aquel<br />

siniestro aspecto. Aparecía y desaparecía, perpetuamente inmóvil, siempre<br />

velada, fija la oscura máscara de su rostro sobre Zoroastro.<br />

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