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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

fines.<br />

Mientras era escriba sagrado, Hosarsiph fue enviado a inspeccionar el<br />

<strong>del</strong>ta. <strong>Los</strong> hebreos tributarios <strong>del</strong> Egipto, que habitaban entonces en el valle<br />

de Gosen, estaban sometidos a trabajos rudos. Ramsés II unía Pelusium con<br />

Heliópolis por medio de una cadena de fuertes. Todos los nomos de Egipto<br />

tenían que dar su contingente de obreros para estos trabajos gigantescos. <strong>Los</strong><br />

Beni-Israel se habían encargado de las labores más pesadas y sobre todo<br />

eran tallistas en piedra y constructores de ladrillos. Independientes y<br />

orgullosos, no se doblegaban tan fácilmente como los indígenas bajo la vara<br />

de los guardias egipcios, sino que sufrían la servidumbre a regañadientes y a<br />

veces devolvían los golpes. El sacerdote de Osiris no pudo por menos de<br />

experimentar una secreta simpatía hacia aquellos intratables “de dura cerviz”,<br />

cuyos Ancianos, fieles a la tradición abrámica, adoraban sencillamente al Dios<br />

único, que veneraban sus jefes, sus hags y sus zakens, pero se rebelaban<br />

bajo el yugo y protestaban contra la injusticia. Un día vio a un guardia<br />

egipcio apalear bárbaramente a un hebreo indefenso. Su corazón se sublevó,<br />

se lanzó sobre el egipcio, le quitó su arma y le mató en el acto. Esa acción,<br />

cometida en un hervor de indignación generosa, decidió de su vida. <strong>Los</strong><br />

sacerdotes de Osiris que cometían un homicidio, eran severísimamente<br />

juzgados por el colegio sacerdotal. El faraón sospechaba ya que el hijo de su<br />

hermana era un usurpador. La vida <strong>del</strong> escriba sólo pendía de un hilo. Él<br />

prefirió desterrarse e imponerse él mismo su expiación. Todo le lanzaba a la<br />

soledad <strong>del</strong> desierto, hacia el vasto desconocido: su deseo, el presentimiento de<br />

su misión y sobre todo esa voz interna, misteriosa, pero irresistible, que dice<br />

en ciertas horas: “¡Vé!: es tu destino”.<br />

Más allá <strong>del</strong> mar Rojo y de la península Sinaítica, en el país de<br />

Madián, había un templo que no dependía <strong>del</strong> sacerdocio egipcio. Aquella<br />

región se extendía, como una banda verde, entre el golfo alamítico y el<br />

desierto de la Arabia. A lo lejos, más allá <strong>del</strong> brazo de mar, se veían las<br />

masas sombrías <strong>del</strong> Sinaí y su cumbre pelada. Enclavado entre el desierto y el<br />

mar Rojo, protegido por un macizo volcánico, aquel país aislado se hallaba<br />

al abrigo de las invasiones. Su templo estaba consagrado a Osiris, pero<br />

también se adoraba en él al Dios soberano bajo el nombre de Aelohim. Porque<br />

aquel santuario, de origen etiópico, servía de centro religioso a los Árabes, a<br />

los Semitas y a los hombres de raza negra que buscaban la iniciación. Hacía<br />

siglos ya que el Sinaí y el Horeb eran así como el centro místico de un<br />

culto monoteísta. La grandeza desnuda y salvaje de la montaña, elevándose<br />

aislada entre el Egipto y la Arabia, evocaba la idea <strong>del</strong> Dios único. Muchos<br />

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