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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Vieron desfilar jóvenes coronadas de narcisos, con peplos azulados, que<br />

el guía llamaba las ninfas compañeras de Perséfona. Llevaban castamente en<br />

sus brazos, cofrecillos, urnas, vasos votivos. Luego venían, con peplos rojos,<br />

las amantes místicas, las esposas ardientes y buscadoras de Afrodita, que se<br />

internaron en un bosque sombrío; de allí oyeron salir apremiantes voces de<br />

llamadas mezcladas con lánguidos sollozos, que poco a poco se amortiguaron.<br />

Luego un coro apasionado se elevó <strong>del</strong> oscuro bosquecillo, y subió al cielo en<br />

palpitaciones lentas: “¡Eros, nos has herido!. ¡Afrodita, has quebrado nuestros<br />

miembros!. Hemos cubierto nuestro seno con la piel <strong>del</strong> cervatillo, pero en<br />

nuestros pechos llevamos la púrpura sangrienta de nuestras heridas. Nuestro<br />

corazón es un brasero devorador. Otras mueren en la pobreza; el amor nos<br />

consume. Devóranos, ¡Eros!, ¡Eros!; ¡Eros!, o libértanos, ¡Dionisos!,<br />

¡Dionisos!”.<br />

Otro grupo avanzó. Aquellas mujeres iban por completo vestidas de<br />

lana negra con largos velos, que arrastraban tras ellas, y todas profundamente<br />

afligidas por algún pesar. El guía dijo que eran las desconsoladas de<br />

Perséfona. En aquel lugar se encontraba un gran mausoleo de mármol<br />

cubierto de hiedra. Se arrodillaron ellas a su alrededor, deshicieron sus<br />

tocados y lanzaron grandes gritos. A la estrofa <strong>del</strong> deseo respondieron por la<br />

antiestrofa <strong>del</strong> dolor: “¡Perséfona, — decían —, has muerto, arrebatada por<br />

Aedón; has descendido al imperio de la muerte!. ¡Nosotras, que lloramos el<br />

bien amado, somos unas muertas en vida!. ¡Que no renazca el día!. ¡Que la<br />

tierra que te cubre, Oh gran Diosa, nos de el sueño eterno, y que mi sombra<br />

vague abrazada a la sombra querida!. Escúchanos, ¡Perséfona!, ¡Perséfona!”.<br />

Ante aquellas escenas extrañas, bajo el <strong>del</strong>irio contagioso de aquellos<br />

profundos dolores, el discípulo de Delfos se sintió invadido por mil<br />

sensaciones contrarias y atormentadoras. Le parecía que no era él mismo; los<br />

deseos, los pensamientos, las agonías de todos aquellos seres se habían<br />

convertido en sus agonías y deseos. Su alma se hacía pedazos para pasar a mil<br />

cuerpos. Una angustia mortal le penetraba. Ya no sabía si era un hombre o una<br />

sombra.<br />

Entonces, un inciado de elevada estatura que por allí pasaba, se detuvo<br />

y dijo: “¡Paz a las afligidas sombras!. Mujeres dolientes, ¡anhelad la luz de<br />

Dionisos!. ¡Orfeo os espera!”. Todas le rodearon en silencio, deshojando sus<br />

coronas de asfo<strong>del</strong>os, y él, con su tirso, les mostró el sendero. Las mujeres<br />

fueron a beber a una fuente vecina, con copas de madera. Las teorías se<br />

volvieron a formar y el cortejo continuó la marcha. Las jóvees habían tomado<br />

la <strong>del</strong>antera. Cantaban un treno con este estribillo: “¡Agitad las adormideras!.<br />

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