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Hannah Arendt L o s o r í g e n e s d e l t o t a l i t a r i s m o 110Dreyfus es inocente o culpable, sino sólo de saber quién ganará, <strong>los</strong> amigos <strong>del</strong> Ejército o susenemigos», el sentimiento correspondiente podía haber sido proclamado, mutatis mutandis, por <strong>los</strong>partidos de Dreyfus 80 . No sólo el populacho, sino una considerable parte <strong>del</strong> pueblo francés, sedeclaró, en el mejor de <strong>los</strong> casos, completamente desinteresada <strong>del</strong> hecho de que un grupo de lapoblación se hallara o no se hallara excluido de la ley.Tan pronto como el populacho inició su campaña de terror contra <strong>los</strong> partidarios de Dreyfus,encontró el camino abierto ante él. Como Clemenceau atestigua, a <strong>los</strong> trabajadores de Parísescasamente les interesaba todo el asunto. Apenas afectaba a sus propios intereses, juzgaban, el que<strong>los</strong> diferentes elementos de la burguesía se pelearan entre el<strong>los</strong>. «Con el claro consentimiento <strong>del</strong>pueblo —escribió Clemenceau—, han proclamado ante el mundo el fracaso de su ‘democracia’. Através de el<strong>los</strong> un pueblo soberano se muestra a sí mismo arrojado de su trono de justicia, despojadode su infalible majestad. No puede negarse que este mal ha caído sobre nosotros con la completacomplicidad <strong>del</strong> mismo pueblo... El pueblo no es Dios. Cualquiera hubiera podido haber previstoque esta nueva divinidad se derrumbaría algún día. Un tirano colectivo, extendido a lo largo y a loancho <strong>del</strong> país, no es más aceptable que un solo tirano acomodado en su trono» 81 .Finalmente, Clemenceau convenció a Jaurès de que una infracción de <strong>los</strong> derechos de un hombreera una infracción de <strong>los</strong> derechos de todos <strong>los</strong> hombres. Pero si en esta empresa tuvo éxito, fueporque <strong>los</strong> autores <strong>del</strong> entuerto resultaron ser <strong>los</strong> inveterados enemigos <strong>del</strong> pueblo desde laRevolución; es decir, la aristocracia y el clero. Los trabajadores se lanzaron a la calle contra <strong>los</strong>ricos y el clero, no a favor de la República, no a favor de la justicia y de la libertad.Verdaderamente, tanto <strong>los</strong> discursos de Jaurès como <strong>los</strong> artícu<strong>los</strong> de Clemenceau exhalan el aromade la vieja pasión revolucionaria por <strong>los</strong> derechos humanos. Verdaderamente, también esta pasiónfue suficientemente fuerte como para arrastrar al pueblo a su lucha, pero, al principio, tuvieron queconvencerse de que no sólo estaban en juego la justicia y el honor de la República, sino también suspropios «intereses» de clase. Pese a todo, gran número de socialistas, tanto dentro como fuera <strong>del</strong>país, continuaron considerando como un error el entrometerse (como decían) en las sanguinariasdisputas de la burguesía o preocuparse por la salvación de la República.El primero en apartar a <strong>los</strong> trabajadores, al menos parcialmente, de este género de indiferencia,fue el gran enamorado <strong>del</strong> pueblo, Emile Zola. En su famoso alegato republicano fue también, sinembargo, el primero en desviarse de la presentación de <strong>los</strong> hechos políticos precisos y en ceder a laspasiones <strong>del</strong> populacho, citando el espantajo de la «Roma secreta». Esta fue una nota queClemenceau aceptó sólo de mala gana, aunque Jaurès la recibió con entusiasmo. El verdadero logrode Zola, que es difícil de advertir en sus folletos, consiste en el valor resuelto e intrépido con el queeste hombre, cuya vida y cuyas obras habían exaltado al pueblo hasta el punto de «lindar con laidolatría», se alzó finalmente para retar, para combatir y finalmente para conquistar a las masas, enlas que, como Clemenceu, escasamente pudo distinguir en momento alguno al populacho <strong>del</strong>pueblo. «Han existido hombres capaces de resistir a <strong>los</strong> más poderosos monarcas y de negarse asometerse ante el<strong>los</strong>, pero ha habido pocos que resistieran a la multitud, que permanecieran so<strong>los</strong>ante las masas mal conducidas, que se enfrentaran a su implacable frenesí sin armas y con <strong>los</strong>brazos cruzados para decir no cuando se les exigía un sí. ¡Así era Zola!» 82 .Apenas publicado J’accuse, <strong>los</strong> socialistas de París celebraron su primera reunión y aprobaronuna resolución en la que se pedía una revisión <strong>del</strong> caso Dreyfus. Pero sólo cinco días más tarde unostreinta y dos dirigentes socialistas formularon una declaración según la cual el destino de Dreyfus,«el enemigo de clase», no era cuestión que debiera preocuparles. Tras esta declaración se agruparonamplios elementos <strong>del</strong> partido en París. Aunque a lo largo <strong>del</strong> affaire se prolongó la escisión de susfilas, el partido contó con suficientes dreyfusards para impedir que la «Ligue Antisémite» controlaraa partir de entonces las calles. Un mitin socialista llegó incluso a calificar al antisemitismo de80 Fue precisamente esto lo que tan considerablemente desilusionó a <strong>los</strong> campeones de Dreyfus, especialmente al círculoen torno a Charles Péguy. La enojosa semejanza entre dreyfusards y antidreyfusards es el tema de la instructiva novelade MARTIN DU GARD, Jean Barois, 1913.81 Prólogo a Contre la Justice, 1900.82 Clemenceau, en un discurso ante el Senado varios años más tarde; véas6 WEIL, op. cit., pp. 112-13.

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