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Hannah Arendt L o s o r í g e n e s d e l t o t a l i t a r i s m o 87sociedad en su situación, cualesquiera que fuese lo que hubieran sido, al menos no se sentíanacosados por el tedio, y si hemos de confiar en el juicio de Proust, eran <strong>los</strong> únicos en la sociedadfin-de-siècle que todavía eran capaces de apasionarse. Proust nos conduce a través <strong>del</strong> laberinto <strong>del</strong>as relaciones y de las ambiciones sociales sólo mediante el hilo de la capacidad humana para elamor, que es presentado en la pervertida pasión de monsieur de Charlus por Morel, en ladevastadora lealtad <strong>del</strong> judío Swann por su cortesana y en <strong>los</strong> desesperados ce<strong>los</strong> <strong>del</strong> propio autorpor Albertine, personificación <strong>del</strong> vicio en la novela. Proust señaló muy claramente que considerabaa <strong>los</strong> extraños y a <strong>los</strong> recién llegados, a <strong>los</strong> habitantes de Sodome et Gomorrhe, no sólo máshumanos, sino más normales.La diferencia entre el Faubourg Saint-Germain, que había descubierto súbitamente el atractivo de<strong>los</strong> judíos y de <strong>los</strong> invertidos, y el populacho que gritaba: «¡Mueran <strong>los</strong> judíos!», era que <strong>los</strong> salonestodavía no se habían ligado abiertamente con el <strong>del</strong>ito. Esto significaba que, por un lado, nodeseaban participar activamente en la matanza y que, por otro, todavía profesaban abiertamenteantipatía por <strong>los</strong> judíos y horror por <strong>los</strong> invertidos. Todo esto determinaba esa situación típicamenteequívoca en la que <strong>los</strong> nuevos miembros no podían confesar claramente su identidad y, sin embargo,tampoco podían ocultarla. Tales eran las condiciones de las que surgió el complicado juegode exposición y ocultamiento, de confesiones a medias y de engañosas distorsiones, de exageradahumildad y de exagerada arrogancia, que, en conjunto, eran consecuencia <strong>del</strong> hecho de que era lajudeidad de uno (o su homosexualidad) la que le había abierto las puertas de <strong>los</strong> salones exclusivos,mientras que al mismo tiempo hacían extremadamente insegura su propia posición. En estasituación equívoca, la judeidad era para cada judío a la vez una tacha física y un misteriosoprivilegio personal, inherentes ambos a una «predestinación racial».Proust describe extensamente cómo la sociedad, siempre en busca de lo extraño, lo exótico y lopeligroso, identifica al final lo refinado con lo monstruoso y está dispuesta a permitirmonstruosidades —reales o fingidas— tales como la extraña y poco común «obra rusa o japonesa,interpretada por actores nativos» 66; el «pintado, tripudo y ajustadamente abotonado personaje (<strong>del</strong>invertido), que recordaba una caja de exótico y dudoso origen de la que se escapa tal curioso olor afrutas que, al simple pensamiento de probarlas, se conmueve el corazón» 67 ; el «hombre de genio»,de quien se supone que emana un «sentido de lo sobrenatural» y en torno <strong>del</strong> cual la sociedad «seagolpará como ante un velador en movimiento para aprender el secreto de lo Infinito» 68 . En laatmósfera de esta nigromancia, un caballero judío o una dama turca podían parecer «como sirealmente fuesen criaturas evocadas por el esfuerzo de un médium» 69 .Es obvio que el papel de lo exótico, lo extraño y lo monstruoso no podía ser interpretado poraquel<strong>los</strong> «judíos» que, durante casi un siglo, habían sido admitidos y tolerados como «extranjerosadvenedizos» y de «cuya amistad nadie habría soñado siquiera en enorgullecerse» 70 . Encajabanmucho mejor, desde luego, aquel<strong>los</strong> a quienes nadie había conocido nunca, que, en la primera fasede su asimilación, no se hallaban identificados con la comunidad judía ni eran representativos deésta, porque tal identificación con entidades bien conocidas habría limitado considerablemente laimaginación y las esperanzas de la sociedad. Eran admitidos aquel<strong>los</strong> que, como Swann, poseían uninestimable olfato para la sociedad y un gusto en general; pero más entusiásticamente acogidos eranquienes, como Bloch, pertenecían a «una familia de escasa reputación [y] tenían que soportar, comosi estuvieran en el fondo <strong>del</strong> Océano, la incalculable presión que les imponían no sólo <strong>los</strong> cristianosde la superficie, sino también todas las sucesivas capas de castas judías superiores a la suya, cadauna de las cuales aplastaba con su desprecio a la inmediata inferior». El deseo de la sociedad porrecibir al profundamente extraño y, como se creía, profundamente vicioso, eliminó esa ascensión devarias generaciones en virtud de la cual <strong>los</strong> recién llegados tenían que «abrirse camino hasta el aire66 Ibid.67 Ibid.68 Le côté de Guermantes, parte I, cap. I.69 Ibid.70 Ibid.

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