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Hannah Arendt L o s o r í g e n e s d e l t o t a l i t a r i s m o 274corrientemente olvidados por la Historia y, añadiendo el insulto a la injuria, preocuparon a todas lasconciencias sensibles desde que desapareció la fe en un más allá en el que <strong>los</strong> últimos serían <strong>los</strong>primeros. Las injusticias, en el pasado como en el presente, se tornaron intolerables cuando ya noexistió esperanza alguna de que se enderezaran eventualmente las normas de la justicia. El granintento de Marx de reescribir la historia <strong>del</strong> mundo en términos de luchas de clases fascinó incluso aaquel<strong>los</strong> que no creían en su tesis, pero que se sentían atraídos por su intención de hallar un mediopor el cual empujar hasta el recuerdo de la posteridad a <strong>los</strong> destinos de <strong>los</strong> excluidos de la historiaoficial.La alianza temporal entre la élite y el populacho se basó ampliamente en este genuino placer conel que la primera veía al segundo destruir la respetabilidad. Y esto era posible cuando <strong>los</strong> baronesalemanes <strong>del</strong> acero se veían obligados a tratar con Hitler, a tratar socialmente con ese pintor debrocha gorda que, según confesión propia, había sido anteriormente un desecho, con lasfalsificaciones vulgares y ordinarias perpetradas por <strong>los</strong> movimientos totalitarios en todos <strong>los</strong>campos de la vida intelectual hasta reunir a todos <strong>los</strong> elementos subterráneos e irrespetables de lahistoria europea en una imagen consistente. Desde este punto de vista resulta más bien consoladorque el nazismo y el bolchevismo comenzaran a eliminar incluso aquellas fuentes de sus propiasideologías que habían obtenido ya algún reconocimiento en sectores académicos u oficiales de otrotipo. Porque la inspiración de quienes resescribieron la Historia no fue, por ejemplo, el marxismodialéctico de Marx, sino la conspiración de las 300 familias; ni el pomposo cientificismo deGobineau y de Chamberlain, sino <strong>los</strong> «Protoco<strong>los</strong> de <strong>los</strong> Sabios de Sión»; ni la clara influencia de laIglesia Católica y el papel desempeñado por el anticlericalismo en <strong>los</strong> países latinos, sino laliteratura barata sobre <strong>los</strong> jesuitas y <strong>los</strong> francmasones. El objeto de las más variadas y variablesconstrucciones consistía siempre en presentar a la historia oficial como una burla, en mostrar unaserie de influencias secretas de las que la realidad visible, distinguible y conocida era sólo lafachada exterior, erigida explícitamente para engañar a la gente.A esta aversión de la élite intelectual por la historiografía intelectual, a la convicción de que, encualquier caso la Historia podía ser también el campo de acción de <strong>los</strong> fanáticos, hay que añadirtambién la terrible y desmoralizante fascinación de que pudieran afirmarse eventualmente mentirasgigantescas y falsedades monstruosas como hechos indiscutibles, de que el hombre pudiera ser librede cambiar a su voluntad su propio pasado y de que la diferencia entre la verdad y la falsedadpudiera dejar de ser objetiva y convertirse en una simple cuestión de poder y habilidad, de presión yde infinita repetición. Lo que ejerció la fascinación no fue la habilidad de Stalin y de Hitler en elarte de mentir, sino el hecho de que fueran capaces de organizar las masas en una unidad colectivapara respaldar sus mentiras con una impresionante magnificencia. Desde el punto de vista de <strong>los</strong>eruditos, las simples falsificaciones parecieron recibir la sanción misma de la Historia cuando todala realidad en marcha de <strong>los</strong> movimientos se alzó tras ellas y de ellas pretendió extraer lainspiración necesaria para la acción.La atracción que <strong>los</strong> movimientos totalitarios ejercen sobre la élite, mientras, y allí donde no sehan apoderado <strong>del</strong> poder, resulta sorprendente porque las doctrinas positivas, patentemente vulgaresy arbitrarias, <strong>del</strong> <strong>totalitarismo</strong> son más evidentes para quien se halla al margen como mero observador,que el talante general que penetra la atmósfera pretotalitaria. Estas doctrinas diferían tantode las normas intelectuales, culturales y morales generalmente aceptadas que cabría deducir quesólo una imperfección inherente fundamentalmente al carácter <strong>del</strong> intelectual, la trahison des clercs(J. Benda), o un perverso odio hacia el propio espíritu, son <strong>los</strong> responsables de la satisfacción con laque la élite aceptó las «ideas» <strong>del</strong> populacho. Lo que <strong>los</strong> portavoces <strong>del</strong> humanismo y <strong>del</strong>liberalismo pasaron habitualmente por alto en su amarga decepción y en su falta de familiaridad conlas experiencias más corrientes de la época, es que en una atmósfera en la que se han evaporadotodos <strong>los</strong> valores y exposiciones tradicionales (despuésde que las ideologías decimonónicas serefutaron entre sí y agotaron su atractivo vital) era más fácil en cierto sentido aceptar exposicionespatentemente absurdas que las antiguas verdades, convertidas en piadosas banalidades precisamenteporque nadie podía esperar que el absurdo fuera tomado en serio. La vulgaridad con su cínicodesprecio por las normas respetadas y por las teorías reconocidas sobrevino con una franca

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