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<strong>Mansfield</strong> <strong>Park</strong> Jane Austen<br />
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debía haber rozado siquiera los confines de su imaginación. Procuraría<br />
ser razonable, merecer el derecho de juzgar la personalidad de miss<br />
Crawford y el privilegio de dedicar a él una auténtica solicitud, con la<br />
mente sana y el corazón limpio.<br />
Ella contaba en principio con todo el heroísmo necesario, y estaba<br />
resuelta a cumplir con su deber; pero como tenía también muchos de los<br />
sentimientos inherentes a la juventud y al sexo, no vayamos a<br />
asombramos demasiado si decimos que, después de hacerse todos esos<br />
buenos propósitos en cuanto a autodominio, cogió el pedazo de papel en<br />
que Edmund había empezado a escribirle como si se tratara de un tesoro<br />
que escapara a toda esperanza de ser alcanzado, leyó con la más tierna<br />
emoción estas palabras: «Mi muy querida, Fanny: tienes que hacerme el<br />
favor de aceptar...» y lo guardó junto con la cadenilla, como la parte más<br />
preciada del obsequio. Era la única cosa parecida a una carta que jamás<br />
había recibido de él; acaso nunca volvería a recibir otra; era, incluso,<br />
imposible que jamás recibiera otra que le causara tanta satisfacción, por<br />
el motivo y por la forma. Jamas surgieron de la pluma del más<br />
distinguido autor, dos líneas más apreciadas... nunca se vieron tan<br />
felizmente recompensadas las pesquisas del biógrafo más apasionado. Y<br />
es que el entusiasmo del amor femenino supera aún al de los biógrafos.<br />
Para ella, para la mujer, el manuscrito en sí, con independencia de lo<br />
que pueda expresar, es una bendición. ¡Nunca unos caracteres fueron<br />
perfilados por ningún otro ser humano como aquellos que había<br />
producido la más corriente caligrafla de Edmund! Aquel modelo, a pesar<br />
del apresuramiento con que fue escrito, no tenía defectos; y era tan<br />
perfecta la fluidez de las primeras cuatro palabras, la combinación de «Mi<br />
muy querida Fanny», que las hubiera contemplado eternamente.<br />
Una vez ordenados sus pensamientos y confortado su espíritu por<br />
aquella feliz mezcla de raciocinio y debilidad, se halló en condiciones de<br />
bajar a la hora de costumbre y reanudar su tarea habitual al lado de tía<br />
Bertram, haciéndole los cumplidos de costumbre sin aparente falta de<br />
ánimo.<br />
Llegó el jueves, predestinado al gozo y a la ilusión; y empezó para<br />
Fanny con unas perspectivas más agradables que las que esos días<br />
obstinados, ingobernables, suelen ofrecer; pues terminado el desayuno<br />
se recibió un amistoso billete de Mr. Crawford para William, exponiendo<br />
que, como se veía obligado a marcharse a Londres a la mañana siguiente<br />
para unos días, no había sabido prescindir de buscarse un compañero y,<br />
por lo tanto, esperaba que si William se decidía a abandonar <strong>Mansfield</strong><br />
medio día antes de lo previsto, aceptaría un puesto en su coche. Mr.<br />
Crawford se proponía llegar a la capital a la hora en que su tío<br />
acostumbraba hacer su última comida, y William quedaba invitado a<br />
comer con él en casa del almirante. La proposición era muy agradable<br />
para el mismo William, a quien ilusionaba la idea de hacer el viaje en un<br />
coche tirado por cuatro caballos y en compañía de un amigo tan jovial y<br />
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