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<strong>Mansfield</strong> <strong>Park</strong> Jane Austen<br />
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con discernimiento, Edmund sintió una satisfacción mucho mayor<br />
todavía. Este era el camino para llegar al corazón de Fanny. A ella no se<br />
la conquistaba con todo lo que la galantería, la agudeza y el buen humor<br />
juntos pudieran hacer; o, al menos, no sería posible conquistarla con<br />
todo eso tan pronto, sin apoyo de sentimiento y sensibilidad, y seriedad<br />
en las cuestiones serias.<br />
––Nuestra liturgia ––observó Crawford–– posee bellezas que ni siquiera<br />
un estilo descuidado, negligente, en la lectura puede destruir; pero<br />
contiene también redundancias y repeticiones que requieren una lectura<br />
correcta para no ser notadas. Por lo que a mí respecta, al menos, debo<br />
confesar que no siempre estoy lo atento que debiera ––aquí dirigió una<br />
breve mirada a Fanny––, que de cada veinte veces, diecinueve me pongo<br />
a pensar en cómo tal o cual plegaria debería leerse, y me dan unos<br />
enormes deseos de leerla yo mismo. ¿Decía usted algo ––preguntó<br />
ansiosamente, acercándose a Fanny y suavizando la voz; y como ella<br />
contestara negativamente, añadió––: ¿Está segura de que no dijo algo? Vi<br />
un movimiento en sus labios. Me figuré que acaso iba a decirme que<br />
debería estar más atento, y no permitir que divagara mi pensamiento.<br />
¿No iba a decirme esto?<br />
––No, desde luego; conoce usted muy bien su obligación para que yo...<br />
aun suponiendo...<br />
Se interrumpió; notó que se metía en un embrollo y no hubo manera de<br />
que añadiese otra palabra, ni aun recurriendo a súplicas y esperas<br />
durante varios minutos. Entonces él volvió a coger el hilo, prosiguiendo<br />
como si no hubiera existido la dulce interrupción:<br />
––Menos corriente es todavía escuchar un buen sermón que una<br />
lectura de oraciones. Un sermón bueno en sí no es cosa rara. Más dificil<br />
es hablar bien que componer bien; es decir, las reglas y trucos de la<br />
composición son a menudo objeto de estudio. Un sermón absolutamente<br />
bueno, absolutamente bien dicho, es un verdadero deleite para el<br />
espíritu. Nunca he podido escuchar uno de esos sin el mayor respeto y<br />
admiración, y sin sentirme más que medio decidido a ordenarme y<br />
predicar yo mismo. Hay algo en la elocuencia del púlpito, cuando hay<br />
realmente elocuencia, digno del más alto encomio y honor. El predicador<br />
que sabe conmover e impresionar a una masa de oyentes tan<br />
heterogénea, con tiempo y temas limitados, ya gastados por su<br />
vulgarización; que sabe decir algo nuevo o sorprendente, algo que cautive<br />
la atención, sin ofender el buen gusto ni herir los sentimientos de sus<br />
oyentes, es hombre al que, por sus públicas funciones, nunca podría uno<br />
honrar como se merece. A mí me gustaría ser este hombre.<br />
Edmund se rió.<br />
––Sí, me gustaría. En mi vida he escuchado a un predicador notable sin<br />
sentir una especie de envidia. Pero yo necesitaría un auditorio de<br />
Londres. No podría predicar más que a gente educada... a los que fueran<br />
capaces de apreciar mi peroración. Y no sé si me gustaría predicar a<br />
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