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En la estación de Futamatao se apearon. El nombre no le sonaba de nada. Era un<br />

nombre muy raro. Además de ellos dos, otros cinco pasajeros se bajaron en aquella<br />

pequeña y vieja estación de madera. Nadie se subió al tren. La gente iba a Futamatao<br />

para caminar por senderos montañosos y respirar aire puro. Nadie iba hasta allí con<br />

intención de ver una representación de El hombre de la Mancha, o ir a una discoteca<br />

famosa por su desmadre, un salón de Aston Martins o un restaurante francés<br />

apreciado por su gratín de langosta. Uno se daba cuenta al observar el aspecto de la<br />

gente que allí se apeaba.<br />

Enfrente de la estación no había nada parecido a un local, y tampoco se veía un<br />

alma, pero, sin embargo, había un taxi parado. Seguramente había venido a la misma<br />

hora en que llegaba el tren. Fukaeri dio unos golpecitos en la ventana del vehículo.<br />

La puerta se abrió y ella entró. Luego le hizo un gesto a Tengo para que se subiera.<br />

La puerta se cerró. Fukaeri le indicó brevemente la dirección al conductor y éste<br />

asintió.<br />

A pesar de que el trayecto en taxi no duró demasiado, el recorrido fue bastante<br />

tortuoso. Subieron por colinas empinadas, descendieron por pendientes vertiginosas<br />

y atravesaron estrechas carreteras, semejantes a veredas, en las que, cada vez que dos<br />

vehículos se cruzaban, se sudaba la gota gorda. Estaba lleno de curvas y recodos.<br />

Pero como, a pesar de ello, el conductor no aflojaba el acelerador, Tengo viajó todo el<br />

rato agarrado al asidero de la puerta y con el corazón en un puño. A continuación,<br />

subieron una pendiente sorprendentemente escarpada, como una pista de esquí,<br />

hasta que el taxi se detuvo por fin en lo que parecía la cima de una pequeña<br />

montaña. Más que un taxi aquello parecía una atracción de feria. Tengo sacó dos<br />

billetes de mil yenes de la cartera y recibió el cambio y la factura.<br />

Enfrente de una vieja casa de estilo japonés había aparcados un Mitsubishi<br />

Montero negro, de chasis corto, y un gran Jaguar verde. El<br />

Montero brillaba de lo pulido que estaba, pero el Jaguar era un viejo modelo y lo<br />

cubría tal capa de polvo blanco que el color original apenas se percibía. Tenía la luna<br />

frontal llena de suciedad y daba la impresión de que no lo habían conducido desde<br />

hacía bastante tiempo. Se respiraba un aire fresquísimo y en los alrededores reinaba<br />

el silencio. Era una quietud tan profunda, que los oídos tenían que adaptarse a ella.<br />

El cielo mostraba una claridad diáfana y se sentía la dulce tibieza de los rayos del sol<br />

directamente sobre la piel. A veces se oía el trino agudo, poco familiar, de un ave.<br />

Pero sin embargo no se veía ningún pájaro.<br />

Era una mansión grande y elegante. Daba la impresión de que había sido<br />

construida hacía bastante tiempo, pero se veía bien cuidada. Los árboles del jardín<br />

estaban bellamente podados. Algunos habían sido recortados con tanto celo que<br />

parecían objetos artificiales de plástico. Un gran pino proyectaba su alargada sombra<br />

sobre la tierra. Había unas buenas vistas, pero, hasta donde alcanzaban los ojos, no se<br />

veía ni una sola casa. Tengo supuso que la persona que había edificado una vivienda

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