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Tamaru asintió en silencio y cerró la puerta sin hacer ruido. La señora y<br />

Aomame se quedaron a solas en la sala. En la mesa situada al lado del sillón en que<br />

se sentaba la señora había una pecera redonda de cristal, y en su interior nadaban<br />

cuatro pececillos rojos. Eran peces normales y corrientes, en una pecera normal y<br />

corriente como cualquier otra. Dentro del agua flotaban unas plantas acuáticas que<br />

parecían fijas. Pese a haber visitado aquella amplia y armoniosa sala en varias<br />

ocasiones, era la primera vez que Aomame veía los peces. De vez en cuando le<br />

llegaba una fresca y ligera brisa, como si hubieran puesto el aire acondicionado a<br />

poca intensidad. En la mesa, a sus espaldas, había un florero con tres azucenas. Eran<br />

flores grandes y flemáticas, como pequeños animales exóticos sumidos en un estado<br />

de meditación.<br />

Con un gesto, la señora invitó a sentarse a Aomame en el sofá que tenía al lado.<br />

Los rayos de sol propios de la tarde estival eran demasiado intensos, a pesar de que<br />

las cortinas blancas de encaje de la ventana que daba al jardín estaban echadas. Bajo<br />

aquella luz, la señora parecía más extenuada que nunca. Abatida en medio de un<br />

gran sillón, la anciana apoyaba la mejilla sin energías en uno de sus delgados brazos.<br />

Tenía los ojos hundidos, y se le veían más arrugas en el cuello. Sus labios estaban<br />

pálidos, y los extremos de sus largas cejas le caían ligeramente, como si hubieran<br />

desistido de oponerse a la gravedad. Su piel había empalidecido por zonas, como si<br />

estuviera empolvada; tal vez por algún trastorno de la circulación. Había envejecido<br />

por lo menos cinco o seis años con respecto a la última vez que la había visto. Y, en<br />

ese momento, la señora no parecía darse cuenta de que el cansancio afloraba a su<br />

rostro. No era normal. Al menos las veces que Aomame la había visto, siempre iba<br />

bien arreglada, movilizaba todas sus energías, mantenía una postura erguida,<br />

contenía la expresión y se esforzaba para que ni un solo indicio de vejez se reflejara<br />

en su aspecto externo. Y aquel esfuerzo siempre había dado unos frutos dignos de<br />

admiración.<br />

«Han cambiado varias cosas dentro de la casa», pensó Aomame. Hasta la luz de<br />

la sala presentaba un color diferente al habitual. Y luego estaban aquellos peces de<br />

colores y la pecera barata, que no encajaban demasiado bien con la sala de techo alto,<br />

repleta de mobiliario antiguo y refinado.<br />

La señora permaneció un rato callada. Apoyaba la mejilla sobre el brazo, que a<br />

su vez descansaba en el reposabrazos del sillón, y miraba fijamente un punto en el<br />

aire próximo a Aomame. Pero Aomame sabía que aquel punto no tenía nada de<br />

especial. Simplemente necesitaba un lugar transitorio hacia el cual dirigir la vista.<br />

—¿Tiene sed? —preguntó la señora en un tono tranquilo.<br />

—No —respondió Aomame.<br />

—Ahí hay té helado. Si le apetece, sírvase un vaso.<br />

La anciana señaló una mesilla de servicio cercana a la entrada. En ella habían<br />

dejado agua y té helado con limón. Al lado, tres vasos de cristal tallado.

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